Noches activas

Por: Andrés Jaramillo Carrera
@andresgaj

El Mateo bien pudiera ser la imagen de marca de cualquier batería de larga duración o bebida energizante. Ya no quiere estar quieto en los brazos de la mamá o jugando solo en su cuna.

Tampoco puede estar recostado más de cinco minutos junto a los papás viendo una película infantil o sentado en su rincón de juegos descubriendo sus colecciones. Quiere acción, adrenalina pura, emociones fuertes.NAvidad Mateo

Ha convertido a los sillones de la sala en montañas de algodón para hacer rapel.  Los corredores parecen pistas para el Rally de Dakar.

Mi hijo las recorre evadiendo los montículos de juguetes desperdigados que encuentra a su paso.

No para, ¡Nunca!. Ni cuando va a dormir. No se trata de un niño hiperactivo, como dice la pediatra. Es solamente  activo. Una bendición que a sus once meses da cuenta  de su buen estado de salud. Aunque esa vitalidad pone a prueba el descanso y la salud lumbar del papá y la mamá.

Últimamente se despierta para entrenar alrededor de las 02:00 o las 03:00, cuando la luz natural aún está en el sueño más profundo. Suelo distinguir su silueta incorporándose despacio de su cuna. Primero estira los brazos, se frota los ojos, reconoce el lugar donde está.

A su derecha están  los peluches que le han regalado. A su izquierda, un pequeño altillo de madera que separa a la cuna de la cama de sus papás. Ese es su objetivo. Se lanza hacia adelante colocando sus dos manos para no caer.

Avanza despacio, gateando, hasta donde está la mamá recostada. Sube sus caderas procurando no despertarla. Cuando llega a la cima se detiene unos segundos para calcular la bajada hacia el otro lado. Entonces se lanza como en piscina y se queda en medio de los papás riéndose a carcajadas.

Una y otra vez repite el juego hasta que se aburre de las zambullidas en las cobijas. Entonces se transforma, deja aún lado la faceta de escalador-nadador para convertirse en un pequeño toro de lidia. Se repliega hacia atrás gateando, como tomando viada, y cuando se siente listo avanza rápido hasta embestir al papá con todo.

Se ríe a carcajadas otra vez hasta que el sueño lo vence, una hora después. Nos da una tregua, pero una a medias. Dormido comienza a patearnos, a hacerse espacio en la cama de los papás para estar a sus anchas y descansar como le gusta; con los brazos y píernas abiertas, cual estrella de mar.

Hasta parece reloj de sol. Comienza marcando con sus manos y piernas las 00:00. Pero conforme avanza la madrugada  marca las 02:00, las 03:00, las 04:00, las 05:00, las 06:00.

Es cuando vuelve a despertarse con nuevos bríos, activo, sonriente y listo para más acción, adrenalina pura y emociones fuertes.

Ni huecos, ni pelos parados

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

¿Para qué llevar a mi hijo donde el vecino de la peluquería del barrio y esperar, impaciente, a que termine de dibujar en la cabeza de otro vecino el símbolo de su equipo de fútbol? ¿Por qué dejarlo en manos de una desconocida en un salón de belleza cualquiera expuesto a ese singular ‘aroma’ del esmalte de uñas o el tinte de pelo?

Para qué… si su padre -YO- ya había visto con atención no dos, ni tres, sino 10 vídeos en YouTube sobre cómo cortar el cabello a los bebés.

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No requería de mayor acto de magia. La idea no era lograr el corte inglés de David Beckham o el copete de Bruno Mars. Menos la cresta de Neymar (Dios me libre). La aspiración era mucho más humilde. Evitar que las orejas desaparezcan entre esos remolinos crespos, claros y cada vez más largos. Y que lo único que le provoque picazón en el cuello sean los besos de la mamá.

Todo en solo tres sencillos y prácticos pasos a saber:

Uno. Mojar el cabello -para lo cual la hora del baño era la más ideal-
Dos. Con una peinilla para bebés dejar expuesto el cabello sobrante
Tres. Cortar las puntas 

!presto!

****

Desde que nació, nuestro Mateo ha tenido abundante cabello. Por eso nos extrañó notar cómo se le comenzó a caer poco a poco luego de cumplir seis meses de nacido.

El pediatra nos explicó que era algo normal y que no había motivo para preocuparse porque al igual que los dientes de leche, era solo una señal de que vendrían nuevos, más fuertes.

Pero los cambios comenzaron a darle al Mateo una apariencia cada vez más ‘grounge‘. A lo Nirvana… a lo Green Day, a lo Sex Pistols, que nada tenía que ver con su rostro redondeado; angelical, de póster navideño.

Por eso había que hacer algo…  Por las mañanas parecía que el Mateo se despertaba de una juerga de tres días, con los cabellos levantados, como militares en desfile: firmes.

Eso, en parte, hizo que la mamá aprobara el proyecto, aunque sinceramente con algo de recelo. «No quiero huecos, ni pelos parados», me advirtió poco antes de entregarme a mi hijo en la ducha, convertida esa mañana en una peluquería.

****

El Mateo apenas se dio cuenta de lo que pasaba. Estaba más entretenido averiguando cómo es que sus patos de goma graznan cuando se les aplasta la panza.

Aproveché entonces el momento. Lo peiné con delicadeza, como acariciándolo, dejando que las puntas del cabello se queden entre mis dedos. Luego, volaron las primeras puntas, las segundas, las terceras…

El Mateo seguía aturdido con sus patos, la madre estaba en el cuarto contiguo, esperando lo peor, evitando ser cómplice mientras yo  cantaba: Figarooo, figarooo…. Fígaro fígaro fígaro figarooooo, hasta el acto final.

Luego de cinco minutos ya no había vuelta atrás. Todo estaba hecho. El Mateo no se quejó frente al espejo y era la primera señal de aprobación. Luego vino la mamá; la prueba de fuego. ¡Ni huecos, ni pelos parados!, le dije sonriendo, contento, como cuando el Mateo hace una de sus travesuras.

 

La Playa (Parte tres y final)

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

La expectativa

Era solo cuestión de tiempo. Lo supimos desde un principio. El Mateo iba a estar sobre la arena del mar, tocándola con los dedos, sintiendo los grumos en las palmas de las manos; tentado a probarla. Quizá para comprobar si sabe como se ve, igual que la colada de tapioca en polvo que hace de la leche materna de la mamá un placer en cada desayuno.

Era de esperarse. Desde los siete meses quiere tocarlo todo, olerlo, sentirlo y descubrir a qué sabe cada cosa. Desde la más rugosa y colorida hasta la más simple y desteñida. Lo sabíamos incluso antes de embarcarnos en el viaje a la playa, en pleno feriado del 10 de agosto -paisanos-.

Por eso nos preparamos (o al menos eso pensamos). Llevamos en la pañalera una botella de agua, para que cuando intente acercarse la arena de Atacames a la boca podamos actuar como bomberos de ficción; de inmediato. También incluimos en el kit playero un paquete de pañitos húmedos, que se han convertido en la mejor compañía, sobre todo cuando mi Mateo quiere comer la sopa con las manos.

Habíamos, incluso, repasado el protocolo para la contingencia. Mijo no podía descubrir el sabor de la arena con colilla de tabaco, tan particular de las playas de Esmeraldas. Nos habíamos prometido que el único lugar que no visitaríamos en la playa iba a ser el centro de salud.

La realidad 

Mateo en la arena

La mamá le puso su terno de baño, herencia de su primo Ariel, que ha hecho las veces de Papá Noel obsequiándole lo que un niño más ama: sus juguetes. No siempre el Mateo puede travesuriar con poca ropa. En Quito, a 2 800 metros sobre el nivel del mar, sería condenarlo a una pulmonía y él lo notaba. Estaba suelto con su terno de baño, pataleándo alegre, sonriendo… en ambiente de playa.

Solo no había que olvidarse de cubrir la piel expuesta con protector solar y repelente para insectos. No hay que ser un papá experimentado para saber que no iba a sentirse feliz con piel de camarón.  Él estaba listo para sentir por primera vez la arena. Lo pusimos despacio, muy lentamente sobre los grumos, para que se acostumbre de a poco. Esperábamos que se tome unos minutos para adaptarse a esa superficie desconocida. Pero no.

!No pasó un minuto!. Es más, no pasaron ni 10 segundos. El Mateo pensó que estaba en piscina y se abalanzó con las manos abiertas. Abrazó la arena. No se la comió… se la tragó entera. No nos dio tiempo ni para reaccionar como esos bomberos de ficción que salvan a los niños en problemas.

Cuando lo vimos tenía la boca llena de arena. No sabía igual que la colada de tapioca en polvo, en la leche materna. La mueca en el rostro nos lo gritaba. Más bien se parecía a la sopa de zanahoria que tanto odia. Mi Mateo no supo qué hacer. Cerró los párpados fuerte hasta desaparecer los ojos y abrió la boca todo lo que pudo.

Operación limpieza

La botella de agua no aparecía en la pañalera. Estaba seguro que la colocamos cerca, para llegar fácilmente, pero siempre ocurre que cuando uno más necesita, hasta las cosas se esconden solas. Lo más cercano era la cerveza heladita, que  para el papá sí sabía igual que la leche para el Mateo. No se asusten… evidentemente no usamos la Budweiser. !Que clase de padres seríamos!.

Lo más a la mano que encontramos eran los pañitos húmedos. Pero créanlo, no son una buena opción. La arena se pega más en las superficies mojadas. Ya el Mateo había soportado lo suficiente como para tener, además, el papel pegado a la lengua. Por fortuna el agua apareció. De a poco los grumos fueron desapareciendo y con ellos también el susto. El Mateo volvió a la arena. Ya no la abrazó, aprendió que no todo lo que tiene en las manos debe llevarse a la boca.

La reivindicación de los papás

Nos habían hablado de un nuevo parque acuático en la frontera de Tonsupa y Atacames. Uno donde había dinosaurios y mucha, pero mucha agua para que se diviertan los niños. En nuestra segunda estancia en la playa decidimos ir a conocerlo. Teníamos la esperanza de que la suerte y el clima nos acompañe, para que el Mateo pueda divertirse.

Lo que nos encontramos superó las expectativas. El nuevo parque acuático tenía todo para disfrutar en familia. Muchas piscinas temáticas para recordar a los picapiedra, los pitufos y a esa del cuento de los siete enanitos. Fue lo mejor del viaje. Nos olvidamos por un momento del tránsito en la vìa, de la arena en la boca del Mateo, de los cocteles exageradamente caros, el mar de gente con el frontera en la cabeza y esa comida recalentada tan buena para intoxicar.

Mateo Playa Mateo y su mamà Mateo y su Papá

La Playa (Parte dos)

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

Letrero playa Los letreros, colgados en las entradas de los hoteles, fungían de perros guardianes. Los canes de papel bond, escritos al apuro, a mano alzada y con marcador o esfero, ahuyentaban a los turistas.

«No hay habitaciones», se leía en los hoteles más alejados de la zona comercial de la playa de Atacames, en la provincia de Esmeraldas.

«No hay habitaciones», ladraban en los más grandes y pelucones, donde la noche puede costar fácilmente USD 180.

«No hay habitaciones», se veía incluso en las bodegas adaptadas con baños comunales que insistían en llamar habitaciones sus propietarios.

Sólo nos faltó ver uno alertando: «Entiendan, no hay habitación, es el feriado del 10 de Agosto».

El plan B en otras circunstancias no habría sido tan dramático. Dormir en el carro aliviando la incomodidad con tres o quizá cuatro cocteles preparados con frontera, el ‘aguardiente del negro’. Pero no podíamos exponer al Mateo. Él no tenía la culpa de que los papás no hayan reservado a tiempo un hotel o que se les haya ocurrido pensar, ingenuamente, que encontrarían un sitio seguro, limpio y acogedor para pernoctar justo cuando Quito se muda a la playa. Él necesitaba un sitio para poder cambiarlo, bañarlo y descansar.

Ya eran las 20:00. Habíamos pasado la tarde en vano buscando refugio; perdiendo el tiempo. El Mateo, cansado y acalorado,  se había acorrucado en mis brazos para dormir. Parecía que estaba soñando que cargaba las maletas, porque cada vez lo sentía  más pesado.

La noche comenzaba a caldearse. En la calle principal del malecón, los ríos de gente estaban cada vez más alegres con las copas de caipiriña  hecha con frontera. Los bares de la playa competían para ver cuál tenía el equipo de sonido con más potencia y los primeros asaltados de la jornada se acercaban al puesto de la Marina para hacer las denuncias del caso.

Las fiestas se viven intesnamente en las discotecas que están al filo del malecón de Atacames.

La fiesta en las discotecas que están al filo del malecón de Atacames.

Teníamos dos opciones. Seguir con la búsqueda infructuosa, acumulando estrés y perdiendo más tiempo. O tomarnos las cosas con calma, merendar y volver a la ciudad de Esmeraldas a buscar un hotel lejos del bullicio y la mala fortuna. Evidentemente no elegimos el primer camino.

Tan solo nos dimos un tiempo para visitar el mercado artesanal de Atacames. Sitio infaltable para olvidarse de los canes de papel y admirar los recuerdos y adornos en tagua, concha y coral hechos a mano. Caminamos a lo sumó unos diez minutos reconociendo la habilidad de los artesanos locales.

Entonces sentí lo que los alumnos del Colegio San Gabriel en 1906 seguramente experimentaron cuando vieron  la imagen de la Virgen Dolorosa con lágrimas en los ojos. !Milagro!, grité en mi cabeza. Cerré los ojos y los volví a abrir para estar seguro de que no se trataba de una alucinación, producto de una dosis de escopolamina usaba por un asaltante cualquiera.

Era real. Estaba enfrente del mercado artesanal, cruzando la calle, en la puerta de vidrio, junto a la tienda de sandalias. Era un  letrero chiquitito, sencillo, justo fuera del hotel Malecón INN, alentador:  «Si hay habitaciones», decía.

SI-HAY-HA-BI-TA-CIO-NES

Una familia que estaba más cerca de la entrada también lo vio. La mujer, que se notaba era la ‘madre de familia’, se acercó despacio, también dudando de que fuera cierto. Se aprestaba a entrar al hotel, pero se le adelantaron. No contaba con la agilidad de la mamá del Mateo.

En un impulso  cruzó la calle evadiendo las tricimotos, los ríos de gente alegres con las caipiriñas. Abrió la puerta de vidrio y subió las empinadas gradas hasta llegar al mostrador. Estaba dispuesta a que nadie le arrebate la última habitación disponible. Pero ahí, justo al final del camino, cuando parecía que todo estaba a su favor, otro turista estaba negociando el hospedaje.

Se desinfló al constatar que él había llegado antes, pero no por mucho tiempo. Lo que vino después no pudo ser más milagroso. El desconocido, turista a leguas, necesita una habitación para cinco personas y sólo había una para tres; El Mateo, la Amorita y Yo.

Continuará… 

La Playa (Parte uno)

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

Vía Alóag-Santo Domingo-Esmeraldas

El 10 de Agosto, el tránsito colapsó. El feriado motivó el viaje masivo de personas a la playa. En especial a la provincia de Esmeraldas

¿A quiénes -paisanos- se le ocurriría ir a la playa en pleno feriado del 10 de Agosto? Justo cuando Atacames  colapsa tanto, pero tanto… que es imposible caminar cada año por la arena sin tropezar con algún compañero del trabajo, la universidad  o el colegio paseando en terno de baño (chuchaqui) y con su mascota asfixiada por el calor.

Pues sí… a nosotros -paisanos-

No se si nos ganó la idea de que tendríamos tres días seguidos de descanso. Hace tiempo que las vacaciones obligadas nos habían sido esquivas. O si fue la ilusión de que mi Mateo celebre sus siete meses de nacido frente al Océano Pacífico, disfrutando de la brisa, el sol y la arena caliente en los pies. Iba a ser su primera vez.

El caso es fuimos. Cuando caímos en cuenta de lo que hacíamos ya era tarde. Estábamos embarcados -con otros paisanos- en la carretera Alóag-Santo Domingo-Esmeraldas. Los vehículos estaban a tope. Por sus vidrios traseros no dejaban ver más que montañas de maletas avanzando despacio, al ritmo del tránsito, convocando a gritos el sueño.

En otrora, cuando éramos solteros y recién casados, nuestro mundo cabía en una maleta. Literal. Para nuestros arrebatos viajeros por la Costa ecuatoriana no necesitábamos más que eso. Bueno… también la clásica maleta roja jaladera térmica para mantener heladas las cervezas, que casi no ocupaba espacio.

Pero esta vez fue diferente. A la hielera había que sumar el corral del Mateo, donde duerme por las noches con toldo para que los mosquitos no intenten besarlo. Los juguetes; muchos juguetes. Uno nunca sabe qué es lo que va a extrañar más de su cajón de pelotas, carros, aros de colores y peluches.

Además, la silla para bebé que se coloca en el vehículo y que ciertamente es bendita. Haces las veces de mecedora y garantizar un viaje placentero, al menos para el Mateo que duerme como si hubiera jugado todo el día. También la infaltable pañalera con la ropa, los pañales, el champú, el jabón, el talco, el protector solar para bebé, el repelente de mosquitos, el terno de baño, la toalla, el cambiador, el vaso para que coma, la gorra, las sandalias, la ropa abrigada para el retorno, el babero, etc, etc, etc

En verdad nunca supimos con certeza si nos íbamos de paseo o nos estábamos cambiando de casa. El caso es que cuando nos dimos cuenta ya estábamos ahí -paisanos- en medio de la carretera; pugnando por avanzar unos metros, con el calor acosándonos y el CD de Américo recién comprado en la gasolinera con 100 canciones (la mitad repetidas).

Continuará….

El globo

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

Robusta igual que un roble y bajita como la mata de café. La mujer camina de un extremo a otro de la pequeña habitación despacio, con los pies pesados. Hasta pareciera que el piso estuviera hecho de pegamento.

Se acerca a uno de los rincones donde está el escritorio y ahí mismo, en un costado, sobre el hierro revestido de cuero, encuentra un botiquín. Lo abre en silencio; muy seria, sin intención de hablar. Aguanta la respiración unos segundos y sumerge su mano derecha entre los insumos médicos.

Encuentra de inmediato un arma cortopunzante. La distinguimos con claridad mi hijo y yo. Estamos a solo cuatro pasos de distancia, sentados en una silla negra, de esas que se colocan en las salas de espera de los centros de salud, atentos al siguiente movimiento de la mujer.

Es evidente que no es la primera vez que usa una de esas armas. La sostiene firme, sin que la manos tiemblen. La aguja es del tamaño de un dedo índice y está adherida a un tubo pequeño de plástico con líneas y números impresos con tinta negra.

La mujer se acerca a nosotros, casi arrastrando los pies. El arma sigue en sus manos, la levanta al aire y la escena nos congela. El miedo llega de repente, pero  trato de guardar la calma para no transmitirle la angustia a mi hijo. Él estaba feliz, sobre mis piernas, ajeno a lo que pasaba con esa mujer, explorando con la mirada ese cuarto que aún le resulta ajeno.

No pude librarlo por mucho tiempo. Lloró al sentir la aguja en una de sus piernas. Mi miró con reclamo, como diciéndome: “Ey, papá, qué pasa; por qué no lo impides”. La expresión de su rostro me hizo sentir culpable. Se mordió los labios, abrió sus ojos y arqueó las cejas. Me imploraba protección, que reaccionara, que retirara inmediatamente la mano de esa mujer.

Lo abracé fuerte y le di un beso de perdón en la cabeza, en medio de sus dos coronas, de esos que despeinan.  Pero ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Sintió otra vez la aguja  en su otra piernita acolchonada; bien alimentada.

Lloró más fuerte, espantando a los otros niños que estaban fuera del consultorio esperando por su vacuna. Intenté explicarle que el dolor iba a ser pasajero y que compensaban los beneficios para su salud.

Lo iba a proteger del neumococo y la polio. Además, había que aprovechar la suerte que nos acompañaba. En otros centros de salud ni siquiera habían las vacunas y los niños debían colocárselas a destiempo.

Pero la razón no se compadece del sentimiento. Lloró inconsolable, resentido con el mundo. La enfermera, robusta como roble y bajita como mata de café, intentó calmarlo. Pero no…. a ella no se lo perdonaba, le declaró con la mirada persona no grata. Tuvo que entrar otra enfermera para calmarlo con un globo verde amarrado a un palito de plástico delgado.

Se lo entregó a mi Mateo y él, seducido con el juguete y la forma en que se movía, se olvidó del llanto. “Deberíamos comprar globos para los niños”, dijo la enfermera riéndose con el acierto. Sus colegas no la tomaron muy en serio, no es costumbre entregar globos. Pero ese día, la suerte nos acompañaba.

Cómplices

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

Nuestro Mateo ya casi no cabe en la tina de baño que le obsequió su prima poco antes de que deje la pancita de su mamá, hace cinco meses. Ahora, hasta la ropa etiquetada para niños de un año de edad comienza a quedarle justa.

El ‘papú’ crece y cada vez más veloz. Nuestros brazos ya lo sienten tres o cuatro minutos después de cargarlo. Y ya no hay suficiente columna del papá para levantarlo durante las rutinas de baño. Por eso, desde hace un buen tiempo me susurraba al oído la idea de cambiar la tina de la prima por la ducha del dueño de casa.

Pero cada vez que iba a arriesgarme me convencían de que no era el momento; que el guagua estaba todavía chiquito !Que tal si  se asusta!, decía la abuelita, los tíos… !Se va a enfermar con el agua del Municipio! Él, que solamente conocía el agua de manzanilla. Y a lo mucho… el agua de rosas con la que en diciembre se baña al niño Jesús antes de la novena de Navidad.

Si quería enfrentarlo con el agua cayendo de la ducha no había otro camino que hacerlo a escondidas, como subversivo. Lo primero era buscar un cómplice; una mamá para planificar cada detalle. Coincidimos en que buena parte del éxito del proyecto radicaba en no dejar que nos descubriera la abuelita. Por eso teníamos que esperar a que esté en la cocina, ocupada, con las ollas pidiendo atención, en el primer piso de la casa.

El día llegó. Había sol, el Mateo sonreía y los papas se sentían atrevidos. Bajamos despacio, los tres, a la ducha del segundo piso, tarareando  la canción de la pantera Rosa y rogándole al Mateo que no se ría a carcajadas para no ser detectados.

-¿Champú de manzanilla?  !listo!, se escuchó en el baño
-¿Jabón de glicerina? !listo!
-¿Toalla? !lista!

-¿Pañal y ropa para cambiarlo luego del baño?
-¿Pañal y ropa para cambiarlo luego del baño?
-¿Pañal y ropa para cambiarlo luego del baño?

Nooooooooo. A los papás se nos había olvidado. Era como pretender robar un banco sin llevar las armas. Ya era tarde para hecharse para atrás. La ducha estaba encendida, el agua caliente, el Mateo como para portada de Soho. Alguien debía salir. La mamá abrió la puerta del baño despacio, deseando que la abuelita no esté afuera con todo el peso de su mirada.

Corrió en puntas y volvió a tiempo para ver cómo el Mateo se divertía intentando tomar el agua con las manos. Ya no lloró con el champú en la cabeza, hábito propio de la tina de baño, y se relajó igual que el papá con cada gota caliente cayendo sobre el pecho, sobre sus pestañas de abanico.

!Prueba superada¡, me repetía mentalmente mientras la mamá lo recibía en sus brazos con la tolla para secarlo. Pronto estará listo para la piscina -o quién sabe- el mar...

Atención

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj 

Nuestro Mateo no necesitaba una muda de pañal. Estaba tan limpiecito que el aroma a manzanilla del champú se percibía sin acercarse demasiado a su cabello. Tampoco le provocaba un aperitivo. Ya había terminado con todas las reservas que la mamá tenía para enfrentar la noche y la madrugada de mal sueño.

El ‘amorito’ lloraba por otro motivo. Uno que quizá es igual de básico que comer, dormir o sentirse limpiecito. No  habíamos reparado en ello antes, porque surgió apenas después de que cumplió los tres meses y se volvió más sociable. Especialmente con los primos que lo cargan y le hablan como a otro de sus peluches preferidos.

Lo que le urgía era atención. Nada más. !Atención! Que los papás le dediquen un tiempo que sea exclusivo, pero a la vez prolongado para compartir juntos más que un abrazo o un beso rápido. Puede parecer simple, yo sé… pero créanlo, no lo es. Y menos si le urge a las 06:00 de la ‘madrugada’, cuando la mamá cree, ingenuamente, que podrá recuperar el sueño perdido.

El abrazarlo, cobijarlo o traerlo a la cama para que este como pollito, calentándose en medio de los papas, no ayuda. Lo que pide es que le hablen viéndolo a los ojos. Que el papá le pregunte si sintió frío en la noche o si, por el contrario, pudo con el calor de la pijama térmica.

Que le consulte sobre lo que le hizo reír a carcajadas cuando aún tenía los ojos cerrados en la noche o si ese despertar abrupto por la madrugada fue culpa de alguna pesadilla. Incluso sobre los planes que tiene con la mamá para el día que empieza. Si irán al parque para jugar en el columpio o tendrán que quedarse en casa para que la lluvia no los atrape sin paraguas.

Nos pide que le hablemos, que le correspondamos la conversación y lo escuchemos. Esos !agú! sus !aaaa! los !je!, sus !gú!,  que plagan las charlas mañaneras, se han convertido en el mejor despertador para encarar las tareas diarias, pero también en el mejor aliciente. Nos cambia el día como papás verlo feliz hablando como si quisiera decirle al mundo, igual que el expresidente José María Velasco Ibarra: “Dádme un balcón en cada pueblo y seré Presidente”.

El baño, para el padre, es lo que la lactancia para la madre

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

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Teddy se ofreció a ser el conejillo de indias para practicar la forma adecuada de sostener a un bebé durante el baño

Ahora sé que el Mateo es igual de friolento que el papá. Lo descubrimos poco después de que me atreviera a bañarlo. Me habían dicho que los bebés adoraban sentir el agua deslizándose en su cuerpo, porque les recordaba sus primeros meses en el vientre de la mamá.

Pero no aplicó  a mi Mateo, al menos NO en sus primeros encuentros cercanos con la tina. Lloró amargamente al sentir el agua de manzanilla en la cabeza. Pateó, cerró los puños y estoy seguro de que habría salido del cuarto como correcaminos, si ya supiera caminar.

No tardamos en descubrir la razón: a él le gusta el agua caliente. Y no hablo de la que sale del microondas luego de marcar dos minutos en la pantalla y dar clic en  el botón grande de inicio. Sino caliente como para ‘pelar pollos’; saliendo humo de la tina. Igualito que el papá, como diría la abuelita.

Ahora el Mateo ya no compite para llenar con lágrimas la tina. Disfruta de su baño y hasta parece que el instinto lo invita a nadar cuando siente el agua rozando sus pies. Patalea e intenta desmarcarse de mis manos para hacer un largo en su tina celeste de un metro.

Pero está bien seguro; sostenido, la experticia acompaña al papá. No se me resbala. Ese es uno de los peores miedos que uno enfrenta al tener un hijo. Apenas salió del hospital me dijeron que  eran como gelatina, como jabón, como aceite… y que había que tener un cuidado extremo al bañarlos para que no se golpeen.

De ahí que lo mínimo que podía hacer era prepararme, saber qué hacer cuando llegue el momento de su primer baño. Además, es uno de los pocos momentos en que el padre puede conectarse íntimamente con su hijo y compartir cariño, hacer que sienta cuánto uno lo ama sin necesidad de decírselo. El baño, para el padre, es lo que la lactancia para la madre.  

Quería que la primera vez sea perfecta y estaba consciente de que no podría hacerlo solo,  por eso le pedí ayuda a Teddy, el oso marrón de peluche del Mateo. En realidad le perteneció primero a su mamá, pero cuando nació el ‘amorito chiquito’, él se hizo de todos sus regalos de cumplemes. Teddy fue el conejillo de Indias. Me permitió practicar la posición de las manos, la forma en debía amarcarlo y simular caídas que el oso soportó valientemente.

Seguí con él, al pie de la letra, las instrucciones que me dio mi primo -un experto en el cuidado de niños- y el primero que baño a  mi Mateo. Reforcé luego los conocimientos en el segundo baño, que coincidió con la visita de otro primo que no quiso perderse la oportunidad de volver a sentir a un recién nacido en los brazos.

El tercero ya fue enteramente nuestro. Ese día, con mi brazo izquierdo rodeé la espalda del Mateo y deslicé mis dedos debajo de su axila para poder sostenerlo. Con la otra mano tomé un poco de agua de manzanilla y se la llevé a la frente. Le hice la señal de la Cruz y le expliqué que iba a bañarlo, que no demoraríamos y que iba a relajarse tanto que luego solo querría dormir en su cuna. Pero tan pronto sintió el agua en la cabeza, mezclada con el champú –también de manzanilla- el Mateo lloró amargamente. Ese día, el agua no estaba tan caliente como para ‘pelar pollos’.

‘Malos padres’

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

Las indicaciones de la pediatra de cabecera

Las indicaciones de la pediatra de cabecera

Sabíamos que ese día tenía que llegar. Esperábamos, cruzando los dedos, que fuera luego de que cumpla 18 años. O cuando se gradue de la universidad. Pero nos llegó ‘un poco’ antes. El Mateo se enfermó.

Comenzó con un estornudo aislado al despertar o antes de dormir. Más que preocupación nos provocaba ternura, ganitas de comerlo a besos. Sobre todo cuando el espasmo terminaban con una de esas sonrisas coquetas que ha aprendido a regalarnos y que nos desarma enteros.

Pero de pronto ese estornudo comenzó a conjugarse en plural. Y lo peor: acompañado de tos. Ya no culminaba con una sonrisa coqueta, sino con llanto, incomodidad y la inevitable culpa de los papás.

¿En qué momento se enfermó el Mateo? Intentamos buscar una respuesta en los recuerdos, con la misma urgencia y presión de un testigo en el Juzgado Quinto de la Niñez y la Adolescencia de Quito.

Tal vez el día en que No lo vestimos inmediatamente después de que disfrutó de su baño caliente y le hicimos esperar para tomarle una foto que se publicó en su grupo de fans de WhatsApp. O cuando volvimos de la casa de los abuelos y antes de entrar a la casa se cayó su gorra de lana y ‘le dio el viento’.

En cualquier caso, sin importar el cuándo y el por qué, todos los recuerdos terminaban con una vocecita susurrándonos al oído:

-Maaaalos padreesssss

-Maaaalos padreesssss

-Maaaalos padreesssss

Pudimos entrar en crisis, en serio, pero afortunadamente primó la razón; las horas en los libros de investigación científica hicieron mella. Ni manteniéndolo en una burbuja artificial, el Mateo iba a estar blindado contra una bacteria, un virus, una gripe, una congestión. Es parte de la vida; necesario en esta carrera de padres.

Lo que no significa, por supuesto, que vayamos a dejarlo solo; con pañal y bibidi en Quito, donde el frío muerde, luego hace calor y más tarde llueve como si San Pedro estuviera como el presidente Rafael Correa en sus sabatinas: ‘comido gorilas’.

El pediatra le dio soporte a nuestra tesis de enfermedades necesarias e inevitables (y de paso nos levantó la autoestima) Lo revisó; nos dijo que estaba bien con su peso; que crecía saludable. A sus dos meses ya tiene 10 libras y mide 57 cm. Recomendó un gotero contra la tos y el estornudo. Nada más.

Antes, su pediatra de cabecera, ya nos había encargado la misión de no estresarnos con nuestra condición de padres primerizos y disfrutar; relajarnos. Después de todo, la mejor fórmula para hacerlo más fuerte ante las enfermedades no es encerrarlo en la casa, evitando que los familiares le muestren su cariño cargándolo o llenándolo de ropa abrigada, sino alimentándolo con leche materna.

Miren qué tan beneficiosa puede ser: http://www.unicef.cl/lactancia/docs/mod01/Mod%201beneficios%20manual.pdf