El estafador del ratón Pérez

Si Netflix  tiene al estafador de Tinder, nosotros tenemos al estafador del Ratón Pérez.

«¡Papá, papá, mira! ¡Se me cayó otro diente!», me dijo Mateo al regresar de la escuela.

Había ocurrido durante la hora del refrigerio, tras un fallido mordisco a una manzana

 «¡Voy a ponerlo debajo de la almohada para que el Ratón Pérez me traiga una moneda!», siguió emocionado y casi saboreando el helado que pensaba comprarse con ese dólar en la tienda del barrio.

-Esta vez no creo que te la entregue, le dije serio, firme, como cuando se prepara a alguien para una mala noticia. 

«¿Por qué?», me reclamó frunciendo el ceño.

-El Ratón Pérez solamente deja monedas a los niños que duermen en su cama.

Mateo se quedó pensando un momento en silencio. Desde hace meses se había mudado a la cama de sus papás y, como en cualquier invasión, se había apropiado del espacio a la fuerza y con chantaje emocional. 

«Ya sé», me dijo un momento después. «¡Tengo una idea! Hoy dormiré en mi cama y luego de que el Ratón Pérez venga; recojo la moneda y me voy al tercer piso para acurrucarme con ustedes y que no me haga frío». 

No necesitó convencerme. Sabía que una vez dormido se quedaría hasta el siguiente día. Desde pequeño nunca tuvo problemas para conciliar el sueño. Cuando cierra los ojos y lo abrazo, no hay poder humano que lo haga levantarse.  Pero esa noche, no era como cualquiera…

Tomó una bolsita roja de gamuza de mi cajón (donde se suele guardar joyería) y la puso bajo su almohada con su diente de leche. Se colocó su pijama de osos y acomodó los peluches en la cabecera de la cama. Luego, se cubrió con las cobijas y comenzó a roncar como motor de carro viejo. No hizo falta leerle un cuento o poner un podcast en el teléfono.

Me fui a descansar pensando en lo mucho que iba a disfrutar que nadie me patee en las costillas por la madrugada o me golpee con la mano en la cara al cambiar de posición. Ni que me quite la cobija por la noche o se levante a pedirme agua antes del alba. 

No duró mucho. Pasadas las 23:00 se escuchó el sonido de una puerta de madera abriéndose en el segundo piso. Me levanté pensando que eran ladrones. Luego, se oyeron pasos presurosos en las gradas que también son de madera. Era Mateo, con los ojos más cerrados que abiertos, abriéndose paso raudo con la bolsita de gamuza en la mano.

Saltó a la cama y se acomodó en la mitad.  Le dije que me entregue la moneda para colocarla en el velador, pero se negó. ¡No, papá!, me dijo balbuceando. “Si el Ratón Pérez se da cuenta que no estoy en la cama me la va a quitar”. 

Entonces, apretó duro la bolsita y se la llevó a su pecho antes de dormirse nuevamente. Eso sí, con un ojo abierto, por si ese tal Pérez volvía para hacer justicia ratuna.

La pijamada

Por: Andrés Jaramillo C.

Papá, ¿puedo hacer una pijamada con mis amigos en casa?, dijo Mateo un 28 de diciembre.

¡Pregúntale a tu madre!, le contesté yo sin meditarlo. Estaba convencido de que recibiría un no rotundo y que la súplica sería pasajera. Pero para sorpresa de todos, a ella le pareció una buena idea.

Los chicos estaban en plenas vacaciones por Año Nuevo. Se merecían algún momento de entretenimiento diferente y, además, serviría para que Mateo ahonde sus primeros lazos de amistad con quiénes comenzaba a pasar más tiempo, ¿qué podría salir mal?

Indefenso ante los argumentos, y expuesto a la mirada ilusionada de mi hijo, no me quedó más que asentir y apoyar la aventura.

Cuando niño jamás participé en una pijamada, por lo que de cierta forma creo que también me ilusionaba la idea de vivirlo a través de mi hijo.

Comenzamos entonces a planear la noche. La comida que cenarían, las actividades para alejarlos del aburrimiento, el sitio donde dormirían, las historias de miedo que se narrarían. Todo los detalles necesarios… sin reparar en lo que poco después ocurriría.

La primera pijamada de la vida de mi Mateo terminaría siendo una velada de sangre, miedo y horror.

La casa de pronto se llenó de bullicio. Nos habíamos prometido que solamente se invitaría a sus amigos más cercanos y que siendo realistas solo dos de los cuatro lograrían el permiso. Después de todo, en estos tiempos, era entendible que cualquier padre evite enviar solo a su hijo a otra casa.

Nos equivocamos. De pronto, cinco pitufos en pijamas revoloteaban como en una aldea mágica por la sala, el comedor y la cocina de la casa.

La pizza fue una buena idea. Alcanzó para saciar el hambre de ese pelotón que estaba feliz con todas las actividades que teníamos en mente.

Primero, videojuegos. Luego uno que otro juego de mesa. Más tarde una película infantil y justo antes de que el sueño les gane, las historias de terror contadas por papá. ¡El gran acto final!

Pero todo cambió esa noche del 28 de diciembre, a las 22:00. Los niños no necesitaron de un cuento para asustarlos. En cuestión de segundo, ellos se convirtieron en los protagonistas de su propia historia de horror.

Uno de los chicos, Michael, saltó del sillón, corrió por el comedor en medias y resbaló en el piso de madera. Cayó junto a un vidrio que iba a ser usado como repisa de baño y se lastimó considerablemente.

Bueno… al menos eso le dijimos a su mamá para que no se preocupe tanto. En realidad, había una herida en forma de boca a la altura de su rodilla izquierda que sangraba a borbotones ante la mirada absorta de los pequeños. Primero, hubo silencio. Luego desesperación.

¡Traigan una gasa!, se escuchó en la sala. ¡Se le ve el hueso!, exclamó otro niño. ¡Por qué hay un vidrio en la casa!, comentó Mateo. ¡Hay que llevarlo al hospital!, sentenció la tía enfermera de mi hijo.

A los niños les tomó apenas minutos colocarse los zapatos, tomar sus mochilas y salir a las casas vecinas del conjunto habitacional para contarles lo ocurrido a sus padres.

Nosotros, en cambio, con una mezcla de culpa y miedo, atinamos a colocar una venda en la herida, sacar al niño hacia el vehículo familiar, e ir por su madre para que lo acompañe al hospital más cercano.

Llegamos a la sala de Emergencias convencidos de que requeriría sutura. Era una herida grande que incluso le impedía caminar con facilidad. Al final fueron necesarios cuatro puntos quirúrgicos.

Luego del procedimiento, que duró hasta cerca de media noche, volvimos a casa reflexionando sobre la real responsabilidad que se asume cuando se invita a un niño al hogar.

Difícilmente la marca de la herida se borrará de su piel y estamos convencidos que tampoco de la memoria de los niños que acudieron a la primera y última pijamada de la vida de nuestro Mateo.

También pueden leer:

La Bici

La Bici

Por: Andrés Jaramillo Carrera

¡Suéltame papá!, dijo Mateo eufórico. Seguramente todos en el Conjunto Habitacional escucharon sus gritos en medio de la cancha de cemento que usualmente utilizan los vecinos para jugar indor fútbol y que esa tarde convertimos -a la fuerza- en una pista de bicicletas chinas. 

Él, ansioso, no reparaba en que hace mucho tiempo había despegado mi mano derecha del asiento azul de su bici. Seguía corriendo junto a él, eso sí, ignorando el dolor en mi espalda, pensando que necesitaba tenerme cerca para sentirse seguro, aunque no fuese así. En realidad, él quería vivir la adrenalina de manejar por sí mismo. 

Mateo nunca necesitó ruedas de apoyo para su bici -ni su vida. Aquella primera bicicleta sin pedales que su mamá le regaló cuando cumplió apenas tres años de edad hizo que el sentido del equilibrio se le hiciera algo casi natural. 

Además, desde que nació, la velocidad fue algo que lo entusiasmó en demasía.  Aún recuerdo con claridad cuando en su primer coche rojo de cuatro ruedas dominaba con soltura las bajadas de cemento en las aceras del vecindario, poseído por el espíritu del mismísimo Rayo Mcqueen.

¡Ya lo hice hijo¡, grité emocionado, mientras veía cómo se alejaba pedaleando solo, balanceando su cuerpo como si bailara hula hula sobre las ruedas. Mateo volteó la cabeza para verificar que no lo engañaba. Para él era importante saberse independiente, sentir que luego de unos cuantos intentos fallidos, al fin podía presumir a sus tíos, amigos de la escuela y primos, que ya podía conducir bicicleta solo.  

Lo vi extasiado mientras se alejaba de mí, cada vez con más rapidez, sintiendo por primera ocasión los ojos achinados por el viento golpeando de frente y alborotándole aún más su cabello necio. 

Lo logró con gran solvencia y, cuando se sintió cómodo con su nueva compañera de aventuras, quiso ir por más: agarrar las curvas sin frenar, pedalear con el cuerpo despegado del asiento, saltar veredas, hacer carreras con su perro Paco… 

Mientras, yo solo atiné a agradecer a la vida por darme el privilegio de estar en ese momento que transcurre una sola vez en la vida.  En mi caso, tuve que aprender a manejar bicicleta tarde. Al menos cuando tenía 10 años y siempre añoré ese tiempo de diversión, amigos, anécdotas y descubrimientos perdidos. 

Mateo no tendrá que pasar por lo mismo. Al verlo de espaldas pedaleando, mi imaginación voló. Viajé al futuro y lo observé sobre una imponente bicicleta, adulto, cruzando fronteras internacionales. Vistiendo la malla rosada y ganando Le Tour de France, igual que el ecuatoriano Richard Carapaz.

De pronto lo vi; adolescente, recorriendo Quito los domingos en el ciclo paseo. Llegando a casa de los abuelos para visitarlos.  Trayendo el pan a su hogar los domingos para completar el desayuno antes de que me levante de la cama. Durmiendo por primera vez, desde que nació, hasta tarde un fin de semana.

También pueden leer:

¡Puta madre!
El Globo
Cómplices

Montaña de juguetes

Por: Andrés Jaramillo Carrera

Yo, sentado muy cerca de la pantalla del computador; concentrado en eso que la gente se afana en llamar teletrabajo en tiempos de Covid19. Cansado de ver cómo las letras pasan prosudas dejando oraciones a su paso. 

Mi Mateo, en cambio, en su dormitorio; afanado en eso que la gente insiste en llamar desorden. Desapareciendo su cama en una montaña de peluches, legos, pantalones y pelotas de todos los colores.

Durante todo el día, él había insistido en que jugáramos con el balón de fútbol en el patio delantero. O que al menos nos escapáramos por un instante, dejando el Zoom de la reunión virtual encendido, mientras lidiábamos una batalla con las almohadas. 

No sé cuántas veces le dije lo mismo: “no puedo, tengo que trabajar” “ya mismo me llaman para una reunión” “apenas me desocupe jugamos”.  Y no sé cuántas veces también, vi su mirada de decepción, de frustración, de bronca. 

Cuando él se enteró que sus papás iban quedarse en casa por culpa de la pandemia, se alegró mucho. Pensó que sería como cualquier fin de semana, pero eterno. De esos en los que puede subir a la espalda de su papá e imaginar que doma a un gran toro rabioso. 

O de aquellos en los que podemos caminar al parque y pasar horas en los juegos infantiles; dándoles de comer a los patos del lago y disfrutando de una sandía y una piña, sentados en la vereda mientras vemos como las bicicletas pasan muy cerca. 

Nada más alejado de la realidad. Estamos físicamente juntos, pero virtualmente más separados que antes. Hasta lo desplazamos de los espacios que antes de la pandemia era solo suyos y le permitían vivir su niñez entre risa, gritos y algarabía. 

Ahora no puede estar en la oficina, que cada vez se parece menos a un dormitorio para pernoctar, porque “hace ruido” durante las reuniones. Tampoco puede bailar y cantar a viva voz sus discos favoritos de Phineas and Ferb, pues siempre hay una llamada en curso o una entrevista que hacer. 

Aquel día, en que insistía que jugáramos con la pelota o las almohadas, no fue la excepción. Yo estaba tan concentrado en la pantalla, que hasta olvidé dónde había dejado mi teléfono celular. 

Lo busqué, desesperado, por toda la casa y con la angustia de que en cualquier momento una llamada del trabajo podría entrar. Tuve que marcar desde otro teléfono para ubicarlo con el sonido. El ring se escuchó a lo lejos, bajito, en el segundo piso. Parecía que venía del cuarto de mi Mateo. Sonó más fuerte y me llevó directamente a la montaña de  peluches, legos, pantalones y pelotas de todos los colores. Ahí estaba, en el fondo, escondido. 

¡Por qué coges el teléfono sin permiso!, grité con evidente molestia y pensando solo en las llamadas que no pude contestar y los pendientes que se iban acumulando. Deje que prime un silencio, para darle la oportunidad de que respondiera. Entonces, en un acto de mucha valentía, me miró fijo a los ojos y me dijo: escondí el teléfono para que puedas estar tiempo conmigo.

Me quedé callado, frío, como si hubiera despertado de pronto en la madrugada, dentro de una piscina. No supe qué hacer en ese momento. Me reí torpemente, como tratando de evadir el momento tan incómodo. Luego volví a la silla de teletrabajo, para conectarme a un nuevo Zoom. 

En la pantalla, diez voces hablaban de algo que para mí ya había perdido todo tipo de relevancia. Me sentí inquieto, golpeado, con bronca, decepcionado de mí mismo, pero también con la valentía suficiente para dejar en silencio mi micrófono; escabullirme al cuarto de mi Mateo y pedirle, de favor, que me regalara un poco de su tiempo para jugar conmigo.

También pueden leer:

Bailando

¡Salvajes!

La cultura de la violencia

PACO (Primera parte)

Por: Andrés Jaramillo C.

Desde hace algún tiempo, la conversación se volvió recurrente, especialmente en nuestros círculos de familiares, amigos y personas cercanas. Cada vez que coincidíamos en alguna reunión o evento social, se ponía sobre la mesa la importancia de que Mateo crezca con una compañía. 

Necesita alguien con quién jugar, nos decían. Alguien con quien pueda salir a correr, pelear, aprender sobre la responsabilidad de cuidar y proteger a otro ser. Que se convierta en su cómplice de travesuras. 

Pensamos mucho antes de tomar la decisión. Como padres, entendíamos perfectamente lo que implicaría hacerlo. No sólo en términos económicos, sino también en el tiempo, paciencia, sacrificio, entrega y dedicación necesarios. 

Sería como empezar de nuevo. Los baños en la tina, las salidas al parque, la comida, el abrigo, la adecuación de la casa para que pueda estar cómodo y las largas noches en vela adivinando cómo apaciguar el llanto. 

Éramos plenamente conscientes…

Tuvimos miedo. Mucho miedo. Pero un día, ambos simplemente lo dejamos a un lado, nos armamos de valor y comenzamos a buscar a esa pequeña compañía para Mateo. Fueron largas, aunque placenteras noches. 

Debo confesar que yo fui  el primero en proponer pagar por tener a esa compañía. Quería evitarme el proceso de criarlo. Pero me hicieron entrar en razón y optamos por un camino poco explorado para nosotros: la adopción. Nunca hubiera imaginado la cantidad de páginas de Facebook creadas para ese fin. No sabíamos cómo elegir. 

De pronto, un día, como todo lo mágico en la vida, sólo no tuvimos que buscar más. Él llegó a nosotros. Fue a través de un anuncio de servicio social en un canal de TV local. Marqué el número de teléfono que se mostraba en pantalla, me dieron una dirección para recogerlo y fui verlo por la tarde, con mucha discreción. Era un 23 de diciembre de 2019.

Queríamos que sea una sorpresa para Mateo y que llegue a sus brazos un día después: justamente en Navidad. No en vano es la fecha en que se recuerda el nacimiento de otro niño, pero en Belén. 

Mateo estaba medio dormido cuando lo vio por primera vez. Yo había llegado en la madrugada a casa con su nueva compañía. Cuando lo reconoció plenamente, se acercó despacio y lo abrazó fuerte. 

Quiso que lo bauticemos con el nombre de gomita. A mí me gustaba. Pero luego cambió de opinión. Se llamará Paco, dijo, igual que el perro de una de sus películas favoritas: Olé, el viaje de Ferdinand

Lo cargó con algo de dificultad y lo llevó hasta el sillón más grande de la sala, puso su brazo bajo el cuello de Paco, igual que como suelo colocárselo yo por las noches antes de dormir, y se quedaron ahí… recostados, inseparables, celebrando el mejor regalo de Navidad; su hermano perruno.

whatsapp-image-2020-01-02-at-16.45.07.jpeg

Otros relatos:

El Cine

Psicóloga

El lenguaje del llanto

Los descendientes de Willy

Por: Andrés Jaramillo C. 

Debo confesar que dudé por un momento si sería una buena idea subirnos a esa lancha  con Mateo. Quienes han tenido la oportunidad de visitar el Océano Pacífico saben que a veces puede ponerse esquivo e inquieto, especialmente con quienes conoce por primera vez. Es selectivo a la hora de poner a prueba los estómagos. 

Finalmente decidí arriesgarme…

Cuando le propuse a Mateo compartir esta aventura marina, él; a diferencia de mí, no dudó ni por un instante en sumarse. Con frecuencia me hace creer que es infinitamente más valiente que yo. Y no hablo de cuando yo tenía cuatro años y medio como él, me refiero al ahora.

Le gustó tanto la idea que, en la víspera, no pudo conciliar el sueño. Se movía como lancha en altamar, de un lado a otro de la cama. Estaba realmente ilusionado con la idea de ver, por primera vez, una ballena; una que no sea de peluche ni que hable en la televisión de cuidar el planeta. Esta vez iba a ser una real. 

Quería tenerla cerca, tocar a esa ballena, y con un poco de suerte, subirse en su lomo para pintarle un nombre: Mateo. Dijo que quería hacerlo con un marcador de tiza permanente. Yo no tuve corazón para explicarle en ese momento que podría ser algo complicado domar al animal más grande conocido en la Tierra. Solo compré aquel marcador.  Mateo lo atesoró durante todo nuestro trayecto hacia Puerto López, en Manabí, el motel natural más frecuentado por las ballenas jorobadas. 

63f4f6b361e4186a7474b3b547e99d34.png

Luego de dos horas navegando en el mar, y de no ver a ninguna ballena en el horizonte, la desesperación y frustración pueden agobiar  fácilmente a cualquier cristiano; al menos entre los turistas adultos, quienes llegan con la idea de que el mar es como ir a un zoológico cualquiera, donde los animales aguardan cautos para ser observados y que hasta pueden tocarlos tras el primer despiste de los cuidadores.

Creí que Mateo también iba a sentirse defraudado. Desde pequeño nunca ha logrado entablar una buena amistad con la paciencia y la quietud. Es un pequeño Océano Pacífico.  Pero esta vez en particular estaba sereno, atento, no despegaba la mirada de las olas. Estaba seguro de que en el momento menos pensado, algún descendiente lejano de Willy aparecería para saludarlo. 

Captura de pantalla 2019-07-19 a la(s) 11.09.59

Entonces, de forma súbita, justo frente a él, ocurrió. Una ballena saltó fuera del agua y se dejó ver imponente, a pocos metros, ante los gritos de emoción de los turistas. No hubo tiempo para hacer fotografías, ni siquiera para  apuntar con la cámara. La brevedad fue hipnótica. Solo unos segundos después de que la ballena volviera al mar todos pudimos reaccionar y cruzar unas sonrisas, unos cuantos comentarios. 

Mateo, en cambio, se quedó en silencio, quieto, con un dejo de decepción. Eso me desconcertó. Toda la semana habló sobre lo emocionante que sería ver  una ballena. Y cuando la vio… algo pasó. No hizo clic. Me acerqué a preguntarle y él me vio con esos ojazos marrones capaces de convencerme de cualquier cosa y me dijo: papá, no le escribí el nombre con marcador a la ballena.

WhatsApp Image 2019-07-20 at 13.18.16

Otros relatos 

Bailando

Psicóloga

Avenger

 

Bailando

Por: Andrés Jaramillo C.

La iniciativa nació de él. Quizá por eso me sorprendió tanto. Mateo ha sido de aquellos niños que prefieren bailar en privado; mitad cumbia y mitad reggaetón los viernes por la noche en la sala de la casa con la mamá. En el carro cuando viajamos, al son de la Banda 24 de Mayo. O en la ducha conmigo, cantando casi de memoria todas las canciones de La Granja, mientras hago mi mejor esfuerzo por sacarle toda la mugre del cuello impresa bajo su mentón.

Habíamos intentado que reproduzca los pasos en público; en las reuniones familiares principalmente, pero él siempre ha preferido ‘monear’ el teléfono de la tía o jugar con los primos mientras el resto baila. Nunca lo he presionado. Soy de aquellos papás que creen que los niños deben bailar, cantar o leer por inspiración y no por imposición.

Esa noche, no obstante, Mateo me tomó de la mano, me arrastró unos metros, y me hizo entrar a una parroquial discoteca de caña, madera y paja, en Pedernales. El mar estaba cerca, pero era imposible escuchar las olas rompiendo, con el volumen alto de la música. El piso de madera temblaba con los movimientos del resto de bailarines; parejas jóvenes, familias, amantes…

Cuando llegó a la mitad de la pista solamente me tomó de la mano y comenzó a balancearse como una lancha en altamar; de un costado a otro. Apenas levantando del piso las sandalias como si se tratara de un vals. En cámara lenta, mientras a nuestro costado una joven convulsionaba con un éxito de Daddy Yankee.

Esperamos unos 20 minutos ansiosos la hora loca: lo habitual; sopa de caracol, el baile de la botella, el ‘meneaito’ y con algo de suerte la Banda 24 de Mayo. Palabras mayores en la casa. Cuando nació, y era solo  una palanqueta, lo arrullaba con la Banda Show de Patate de fondo.

Entonces estaba convencido de que los niños debían aprender a entregarse a los sueños en todas las situaciones posibles: en silencio, con ruido, en movimiento, en el carro o en una cama que no sea cotidiana. No me equivoqué. Nunca hemos tenido que lidiar para que se recueste por las noches.

Cuando se cansó de bailar en aquella rural discoteca de caña guadúa y madera envejecida, se trepó como 1f412 por mi pierna, con los párpados pesados y esa mirada propia de quien ya solo quiere ver en sueños. No tardó mucho en conciliarlo, junto al parlante gigante donde a esa hora (pasadas las 22:00) ya retumbaba el baúl del recuerdo de merengue centroamericano.

De pronto, desde el fondo del salón, se acercó rauda la dueña de ese bailadero en la playa. ¡Saque el niño! me dijo, sin mayor explicación. Con ese tono de mando que solo conocen las esposas. Sus grandes ojos blancos, en medio de la noche, me convencieron de inmediato. Ni siquiera me animé a preguntar el por qué.

Apenas llegué al umbral de la puerta entendí sin mayores explicaciones.  Había una patrulla de la Policía fuera, con la baliza encendida, junto a los funcionarios de la Intendencia, la Policía y otros organismos de socorro.

Me asusté. Sinceramente. Recordé esa tierna época en que la Policía hacía batidas y terminábamos con los amigos y novias del colegio o el barrio en algún retén policial esperando a que lleguen los papás a insultarnos en público por ingresar a los conciertos en las casas barriales para escuchar a bandas no aptas para menores de edad.

Pero esta vez, pensé, no habría quien le insulte al Mateo en público. El papá era cómplice y encubridor. Aproveché entonces que los uniformados estaban distraídos y me confundí entre la multitud que estaba fuera de la discoteca.

Escapé lentamente por entre los carros estacionados, con Mateo en brazos, y nos escondimos en nuestro vehículo. Ahí esperamos a que la Policía se vaya, mientras en el parlante de la discoteca retumbaba el mix de la hora loca.

¿Quieren leer otras historias? 1f447.png

La Playa 1  

La Playa 2

La Playa 3

Avenger

Por: Andrés Jaramillo C.

Desde que lo cargué por primera vez en los brazos, en aquella frívola sala de parto del IESS, supe que iba a llegar ese día. Honestamente pensé que sería cuando su maleta estuviera repleta de los libros para la secundaria, igual que como ocurrió conmigo.

Aunque la verdad es que hubiera preferido que ocurra después, mucho después. Quizá en la universidad, cuando los niños dejan de ser niños pequeños y el bullying es objeto de estudio y no una práctica cotidiana.

No se pudo. Mateo tiene apenas cuatro años y cuatro meses. Los últimos pasó dándonos muestras de que ese día estaba a punto de llegar. Se golpeaba contra algunos objetos, le costaba pintar sus revistas de superhéroes y también distinguir entre la letra o y la u. Entre el número cero y el ocho. Entre un regordete conejo y una pelota.

Resignados de lo inevitable, tuvimos que buscar la forma para que la solución no sea igual de traumática de lo que fue para mí o incluso para la mamá y toda nuestra generación. Un día, comenzamos hablar de aquello.

Le dije al oído que le daría súper poderes, que podría hacer las cosas igual o mejor que uno de los Avengers, que casualmente se volvieron personajes de culto para él -hasta el cepillo de dientes es del Hombre Araña-.

Evidentemente Mateo no podría lanzar telarañas ni tampoco subir muros. Su súper poder sería diferente. Similar a ese Avenger que combate con flechas. Pero solamente lo adquiriría si se portaba bien. Debía verse como un premio y no como un castigo, una obligación.

Mateo aceptó. De hecho, mejor de lo que yo lo hubiera hecho. Colaboró cuando tuvo que ir con el médico; hasta creería que se divirtió en la consulta, aunque no le hayan regalado una paleta de vitaminas, como suele ocurrir cuando va con su pediatra.

Estaba totalmente convencido de que para que los use, él debía elegirlos. Sin presiones, sin la influencia de los papás, sin imposiciones mediadas por un valor económico. A mí me hubiera gustado que sean azules, a la mamá rojos o morados.

Pero la personalidad del Mateo no coincide con ningún color que emane calma, tranquilidad, quietud, sumisión. Eligió su color preferido; el amarillo. Fue amor a primera vista. Apenas los vio en la vitrina se lanzó a ellos, no quiso saber de otros e incluso trató de llevárselos a casa.

Durante tres días dijo que los extrañaba, que si cuando yo los retire podría colocarlos bajo su almohada para que él pudiera hacerse el sorprendido al despertar y los viera de pronto.

Entonces, una mañana, ese día llegó. Mucho antes de lo que yo hubiera esperado. Se colocó sus lentes amarillos nuevos y vio el mundo diferente, igual que Ojo de Halcón; su nuevo Avenger favorito.

WhatsApp Image 2019-05-21 at 07.24.40

Psicóloga

20190321_170553

14/04/2019 Mirada de Picardía de Mateo Jaramillo Dávalos.

De pronto nos vimos ahí; nerviosos. Sentados frente a la psicóloga de la escuela aguardando en silencio a que nos aborde.

Ella, tras la mesa, lucía altiva. Igual que una gerente recién posesionada de institución pública a punto de evaluar al personal ocasional. Buscaba el informe de Mateo en una pila de documentos agrupados dentro de una carpeta de cartón azul, parecida a las que se usaban para conservar los prontuarios en la Policía Judicial. 

Comenzamos a inquietarnos con la demora. Luego de cinco minutos frente a ella ya no atinábamos en dónde poner las manos inquietas, mojadas de sudor.  Estábamos sentados en aquellas sillas pequeñitas. Esas que parecen hechas para que los pies de los niños no bailen cuando se sientan y queden anclados al piso; quietos, como adultos. Sillas de niños para que estén como adultos.

La psicóloga finalmente se dirigió a nosotros, con el mismo tono de voz benevolente de una novia que quiere terminar con su pareja y no halla la combinación de palabras precisa para hacerlo.  Comenzó hablando de lo positivo, como si en verdad eso disminuyera  la tensión:

-El niño es muy inteligente, dijo de Mateo

!Ya lo sabemos¡, contesté simpático tratando de romper el iceberg que nos separaba. Pero a la psicóloga no le pareció gracioso. Ni pestañeó; me miró fijo, yo callé y ella continuó.

-Aprende con facilidad

Y entonces llegó la palabra imaginada. Esa que de inmediato marca oposición, contradicción, que riñe con cualquier afirmación previa y manda al carajo cualquier cosa que se haya dicho.

PERO….

Entonces comenzó con el prontuario. Mateo no sigue reglas, no hace lo que la profesora dice, usa términos que no son propios de su edad y tiene momentos de agresividad con sus compañeritos.

Conclusión: ¿Qué está pasando en casa? 

Intenté explicarle que en casa no hay escenas de violencia. Somos seres de luz. Que nunca decimos malas palabras. De hecho, como prácticamente toda mi vida he vivido de ellas, considero que habiendo tantas e infinitas maneras de decir las cosas, el acudir a esos términos no solo es  flojo, sino de muy mal gusto.

También le comenté que con nosotros Mateo no es agresivo, aunque si muy desobediente; mimado. Ella solamente nos miró serena. Me di cuenta entonces que nada de lo que dijese en adelante importaría. Cuando terminamos de hablar, la psicóloga siguió con su peroración.

Ustedes deben reforzar en casa estableciendo límites. Y también resaltando las cosas buenas que hace. Verbalizar (nunca olvidaré esa palabra) o sea decir las cosas tal cual, sin usar generalidades o acudiendo a maltratos. No puede dejar que vea televisión o dibujos en el celular sin supervisión. Es ahí donde se apropia de términos o conductas que no son recomendadas para los niños.

Yo sí verbalizo, pensé de inmediato, pero ya no me atreví a decirlo en alta voz. Estaba en la silla de niño, no del gerente. Entonces, la psicóloga llegó a la parte que realmente me tocó. Si cree que comprándole cosas compensa el tiempo que no está con él, no es así. El niño necesita ganarse las cosas, aprender lo que es la frustración y saberla manejar.

De pronto se me cruzaron por la cabeza los juguetes,  los helados, las pijamas de superhéroes, los huevos de chocolate con sorpresas que me he acostumbrado a llevar a casa luego del trabajo ¿En verdad estoy atentando contra su normal desarrollo social?, me cuestioné.

De acuerdo, le dije con la cabeza gacha a la psicóloga. Cuente con nosotros para ir corrigiendo en casa los comportamientos. Salí pensativo, movido el piso, cuestionándome si en verdad soy un mal padre para Mateo. Había que hacer algo;  dejar de llenarlo de regalos y establecer un sistema de premio castigo que le permita, como dijo la profesional, ganarse las cosas.

Sistema de premio y castigo

14/04/2019 Sistema de premio y castigo para que Mateo pueda mejorar su comportamiento.

Pensé de inmediato en una matriz de esas que tanto me gustan. Debía ser algo más sencillo al acostumbrado excel que suelo usar en el trabajo. Pero además inclusivo y participativo, para que Mateo se sienta parte. Casi casi como proyecto de interés social del Gobierno.

Nos sentamos con él y diseñamos un calendario con actividades cotidianas como desayunar, lavarse los dientes, recoger los juguetes, entre otras. Cada vez que cumple con una de sus tareas gana un visto. Con cinco vistos se hace merecedor a una sorpresa.

La primera, un reloj de arena, ya la consiguió. Él se encarga de hacer los vistos y ahora  hasta me espera para marcarlos en el calendario, con el marcador de punta gruesa, cuando llego a casa.

En los últimos días ha estado obsesionado por ir a la Playa y visitar a su tía en Guayaquil. Está a solo tres vistos más de conseguirlo y estoy seguro que los obtendrá. Yo, en cambio, todavía estoy a unas cuantas decenas de vistos de sentirme un mejor papá.

Otros relatos:

El Cine

Por: Andrés Jaramillo C.

Cine

Enfocar la atención y concentrarse más de quince minutos en algo… cualquier cosa, incluso en jugar; siempre ha sido un reto mayor. Mateo se aburre con mucha facilidad. El solo sentarse en cualquier grada por un instante le resulta un verdadero acto de ofensa a su forma de ser; siempre vivaz, siempre activa.

Está en su ADN. Nació en modo multitarea. Por eso, con él, nunca pudimos disfrutar de una película completa un domingo por la tarde, cuando era más pequeño. Pensar en visitar el cine resultaba imaginar esfuerzos compartidos de paciencia. Mateo resistiéndose a saltar sobre los sillones y a correr por los pasillos oscuros, cayendo sobre piso de canguil. Y  sus papás -nosotros- resistiéndose a sentarlo con velcro en las piernas, al menos durante los trailers.

Un día, algo cambió. Había leído sobre una nueva película animada que sacó ronchas a la tradicional sociedad taurina española. El Viaje de Ferdinand, se leía en la portada. Coincidió que en esa época Mateo comenzaba a enamorarse de la naturaleza y de cada borrego, caballo, gallina o toro que se encontraba en el camino.

__5a6a9653b345e

Era la oportunidad, pensé, de que conociera una sala de cine. Después de todo… ¡a qué niño no le gusta el cine!. Aunque fuera solamente por los carísimos nachos con queso derretido, los perros calientes rebosantes de salsas engordantes o las sacadientes bebidas congeladas.

Llevamos, entonces, refuerzos; la madrina Zuca y el primo Sebas, por si hacía falta recargar la paciencia a mitad de la película. Se activaron apenas llegamos, mientras esperábamos que se acorte la larga fila para llegar a la taquilla donde había que elegir los mejores lugares para ver la función.

Mateo corrió de un lado a otro. Por entre las piernas de las parejas adolescentes; interrumpiendo los melosos abrazos. Y por entre otros padres que trataban de lidiar con sus niños que chocaban en cada correteo con el cartel gigante de Ferdinand; el toro de lidia antiviolencia y amante del aroma de las flores.

!Entramos¡

Le sorprendió mucho la oscuridad de un lugar tan grande y lleno de gente. Pensó que se trataba de un túnel, hasta que vio la pantalla gigante en frente. Tan blanca como sábana. Mateo  volvió a sorprenderse; pidió sus nachos y se sentó junto a mí, preguntando cada diez segundos cuando empezaría la película.  

-¿Ya papá?

-Ya mismo hijo

-¿Ya papá?

-En un ratito más

-¿Ya papá?

-Falta poco

-¿Ya papá?

-Sí

-¿Ya papá?

-Ya están colocando la película

-¿Ya papá?

-Siiiiiiiiiiiii

De pronto, la salvación: la pantalla se encendió. Sobrevivimos a los trailers. Luego, Ferdinand apareció igual que un hipnotizador profesional.  Mateo hizo ‘clic’ con él desde el primer segundo; se olvidó de los nachos con queso, las salsas engordantes. Enfocó la mirada, la concentración,  mucho más de quince minutos.

Ese miércoles no hubo entradas para una función en la tarde. Las únicas disponibles eran para las 22:00, precisamente cuando estaba acostumbrado a dormir. La hora se notaba en los párpados de Mateo. Quería cerrarlos, pero resistió, heroicamente, hasta el último segundo de la película.

Solamente cuando vio las letras que anunciaban el final cayó rendido, sobre el amplio y descuidado mueble de la sala de cine, contento. Desde entonces, todo cambió. Se volvió un amante del séptimo arte, un exigente amante del séptimo arte.  

Otros relatos:

Lost
Noches activas
Cae ¡Pum!