Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj
Robusta igual que un roble y bajita como la mata de café. La mujer camina de un extremo a otro de la pequeña habitación despacio, con los pies pesados. Hasta pareciera que el piso estuviera hecho de pegamento.
Se acerca a uno de los rincones donde está el escritorio y ahí mismo, en un costado, sobre el hierro revestido de cuero, encuentra un botiquín. Lo abre en silencio; muy seria, sin intención de hablar. Aguanta la respiración unos segundos y sumerge su mano derecha entre los insumos médicos.
Encuentra de inmediato un arma cortopunzante. La distinguimos con claridad mi hijo y yo. Estamos a solo cuatro pasos de distancia, sentados en una silla negra, de esas que se colocan en las salas de espera de los centros de salud, atentos al siguiente movimiento de la mujer.
Es evidente que no es la primera vez que usa una de esas armas. La sostiene firme, sin que la manos tiemblen. La aguja es del tamaño de un dedo índice y está adherida a un tubo pequeño de plástico con líneas y números impresos con tinta negra.
La mujer se acerca a nosotros, casi arrastrando los pies. El arma sigue en sus manos, la levanta al aire y la escena nos congela. El miedo llega de repente, pero trato de guardar la calma para no transmitirle la angustia a mi hijo. Él estaba feliz, sobre mis piernas, ajeno a lo que pasaba con esa mujer, explorando con la mirada ese cuarto que aún le resulta ajeno.
No pude librarlo por mucho tiempo. Lloró al sentir la aguja en una de sus piernas. Mi miró con reclamo, como diciéndome: “Ey, papá, qué pasa; por qué no lo impides”. La expresión de su rostro me hizo sentir culpable. Se mordió los labios, abrió sus ojos y arqueó las cejas. Me imploraba protección, que reaccionara, que retirara inmediatamente la mano de esa mujer.
Lo abracé fuerte y le di un beso de perdón en la cabeza, en medio de sus dos coronas, de esos que despeinan. Pero ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Sintió otra vez la aguja en su otra piernita acolchonada; bien alimentada.
Lloró más fuerte, espantando a los otros niños que estaban fuera del consultorio esperando por su vacuna. Intenté explicarle que el dolor iba a ser pasajero y que compensaban los beneficios para su salud.
Lo iba a proteger del neumococo y la polio. Además, había que aprovechar la suerte que nos acompañaba. En otros centros de salud ni siquiera habían las vacunas y los niños debían colocárselas a destiempo.
Pero la razón no se compadece del sentimiento. Lloró inconsolable, resentido con el mundo. La enfermera, robusta como roble y bajita como mata de café, intentó calmarlo. Pero no…. a ella no se lo perdonaba, le declaró con la mirada persona no grata. Tuvo que entrar otra enfermera para calmarlo con un globo verde amarrado a un palito de plástico delgado.
Se lo entregó a mi Mateo y él, seducido con el juguete y la forma en que se movía, se olvidó del llanto. “Deberíamos comprar globos para los niños”, dijo la enfermera riéndose con el acierto. Sus colegas no la tomaron muy en serio, no es costumbre entregar globos. Pero ese día, la suerte nos acompañaba.
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