La Playa (Parte tres y final)

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

La expectativa

Era solo cuestión de tiempo. Lo supimos desde un principio. El Mateo iba a estar sobre la arena del mar, tocándola con los dedos, sintiendo los grumos en las palmas de las manos; tentado a probarla. Quizá para comprobar si sabe como se ve, igual que la colada de tapioca en polvo que hace de la leche materna de la mamá un placer en cada desayuno.

Era de esperarse. Desde los siete meses quiere tocarlo todo, olerlo, sentirlo y descubrir a qué sabe cada cosa. Desde la más rugosa y colorida hasta la más simple y desteñida. Lo sabíamos incluso antes de embarcarnos en el viaje a la playa, en pleno feriado del 10 de agosto -paisanos-.

Por eso nos preparamos (o al menos eso pensamos). Llevamos en la pañalera una botella de agua, para que cuando intente acercarse la arena de Atacames a la boca podamos actuar como bomberos de ficción; de inmediato. También incluimos en el kit playero un paquete de pañitos húmedos, que se han convertido en la mejor compañía, sobre todo cuando mi Mateo quiere comer la sopa con las manos.

Habíamos, incluso, repasado el protocolo para la contingencia. Mijo no podía descubrir el sabor de la arena con colilla de tabaco, tan particular de las playas de Esmeraldas. Nos habíamos prometido que el único lugar que no visitaríamos en la playa iba a ser el centro de salud.

La realidad 

Mateo en la arena

La mamá le puso su terno de baño, herencia de su primo Ariel, que ha hecho las veces de Papá Noel obsequiándole lo que un niño más ama: sus juguetes. No siempre el Mateo puede travesuriar con poca ropa. En Quito, a 2 800 metros sobre el nivel del mar, sería condenarlo a una pulmonía y él lo notaba. Estaba suelto con su terno de baño, pataleándo alegre, sonriendo… en ambiente de playa.

Solo no había que olvidarse de cubrir la piel expuesta con protector solar y repelente para insectos. No hay que ser un papá experimentado para saber que no iba a sentirse feliz con piel de camarón.  Él estaba listo para sentir por primera vez la arena. Lo pusimos despacio, muy lentamente sobre los grumos, para que se acostumbre de a poco. Esperábamos que se tome unos minutos para adaptarse a esa superficie desconocida. Pero no.

!No pasó un minuto!. Es más, no pasaron ni 10 segundos. El Mateo pensó que estaba en piscina y se abalanzó con las manos abiertas. Abrazó la arena. No se la comió… se la tragó entera. No nos dio tiempo ni para reaccionar como esos bomberos de ficción que salvan a los niños en problemas.

Cuando lo vimos tenía la boca llena de arena. No sabía igual que la colada de tapioca en polvo, en la leche materna. La mueca en el rostro nos lo gritaba. Más bien se parecía a la sopa de zanahoria que tanto odia. Mi Mateo no supo qué hacer. Cerró los párpados fuerte hasta desaparecer los ojos y abrió la boca todo lo que pudo.

Operación limpieza

La botella de agua no aparecía en la pañalera. Estaba seguro que la colocamos cerca, para llegar fácilmente, pero siempre ocurre que cuando uno más necesita, hasta las cosas se esconden solas. Lo más cercano era la cerveza heladita, que  para el papá sí sabía igual que la leche para el Mateo. No se asusten… evidentemente no usamos la Budweiser. !Que clase de padres seríamos!.

Lo más a la mano que encontramos eran los pañitos húmedos. Pero créanlo, no son una buena opción. La arena se pega más en las superficies mojadas. Ya el Mateo había soportado lo suficiente como para tener, además, el papel pegado a la lengua. Por fortuna el agua apareció. De a poco los grumos fueron desapareciendo y con ellos también el susto. El Mateo volvió a la arena. Ya no la abrazó, aprendió que no todo lo que tiene en las manos debe llevarse a la boca.

La reivindicación de los papás

Nos habían hablado de un nuevo parque acuático en la frontera de Tonsupa y Atacames. Uno donde había dinosaurios y mucha, pero mucha agua para que se diviertan los niños. En nuestra segunda estancia en la playa decidimos ir a conocerlo. Teníamos la esperanza de que la suerte y el clima nos acompañe, para que el Mateo pueda divertirse.

Lo que nos encontramos superó las expectativas. El nuevo parque acuático tenía todo para disfrutar en familia. Muchas piscinas temáticas para recordar a los picapiedra, los pitufos y a esa del cuento de los siete enanitos. Fue lo mejor del viaje. Nos olvidamos por un momento del tránsito en la vìa, de la arena en la boca del Mateo, de los cocteles exageradamente caros, el mar de gente con el frontera en la cabeza y esa comida recalentada tan buena para intoxicar.

Mateo Playa Mateo y su mamà Mateo y su Papá

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