24 horas de labor de parto (parte dos)

Por: Andrés Jaramillo
@andresgaj

Hospital Carlos Andrade Marín, en Quito.

Hospital Carlos Andrade Marín, en Quito.

-!Familiares de la señora Dávalos¡

El grito me despertó justo cuando el cansancio se había impuesto a la preocupación y me mantenía con los ojos semi-cerrados. En ese estado en que uno no sabe qué mismo es la realidad.

No sabía de qué lugar exacto venía la voz del enfermero. Me levanté rápido de la silla de plástico aún somnoliento, acordándome de repente que estaba en la sala de espera del segundo piso, en el Hospital Carlos Andrade Marín, en Quito.

Eran las 03:00 del 12 de enero del 2015. Habían pasado casi tres horas desde que mi esposa ingresó  al quirófano para dar a luz. La voz del enfermero era la primera señal que tenía desde que la vi ingresar al área de parto con la bata celeste, en una silla de ruedas y sintiendo cada contracción  como martillazos en el vientre.

-Yo soy el esposo, le dije al enfermero, al verlo a unos 20 pasos de distancia

Intenté acercarme, pero antes de que pueda distinguir su nombre bordado en el uniforme, me detuvo con su voz:

Su hijo nació bien; vaya a inscribirlo y regrese con la ropa. ¡No se demore!

Volví al asiento de plástico  y traté de acomodar las maletas para poder hacer el trámite. No podía dejarlas en lugar abandonadas. No es que desconfiaba de las siete personas que estaban a esa hora en la misma sala. Ellas tenían preocupaciones más importantes. Pero desde que llegamos al hospital, esas maletas habían sido mi única compañía; ya les guardaba cariño.

La mochila del papá, que estaba repleta con una muda de ropa, la Kindle Fire, el celular, una chompa adicional y una bufanda, fue a parar a la espalda. La pañalera de mi hijo, con su primera vestimenta, el pañal, alcohol, pañitos húmedos, crema, cobija… se colgó de la mano izquierda. La maleta de la mamá, también con una ‘parada’ cómoda de ropa, bata, pantuflas, artículos de limpieza… fue a parar a la otra mano.

La gente me veía igual que a un excursionista a punto de conquistar el Everest, sin oxígeno.

Más vale estar prevenido ante cualquier imprevisto.

Más vale estar prevenido ante cualquier imprevisto.

Corrí hacia la salida del área de quirófano, bajé las gradas, crucé un pasillo, llegué a emergencias, pasé las ventanillas, el triaje, tuve que esquivar a las personas para no golpearlas con las maletas y entonces… entonces me di cuenta que nunca pregunté donde carajos debía hacer el trámite. Por suerte, en el IESS, los guardias no solo hacen de vigilantes, sino de asistentes de información y a veces hasta de enfermeros con los pacientes.

El registro no tardó más de cinco minutos. Cuando volví a la sala de espera del quirófano, el enfermero estaba impaciente, esperando el documento y la primera ropa que luciría mi hijo. Entró apurado y silencioso. Quise seguirlo, pero entonces los guardias se quitaron esa bata simbólica de médicos y entraron en papel; me dijeron que era una área restringida.

Volví a las sillas de plástico. En el fondo de la sala, el familiar de un paciente había juntado dos filas de esas sillas para simular una cama. No lo lograba. Las sillas no tenían la base plana sino curva y en medio de cada una existía una división de acero. Todo el que intentaba recostarse se entrenaba para fakir.

Los más práctico era sentarse en una silla junto  a la pared. Así podía arrimar la cabeza al hormigón armado, cruzar los brazos y soñar con la idea de que estaba en una cama de tres plazas. Me dormí unos minutos pensando en que las salas de espera deberían tener sofás, un futbolín, un cyber o incluso un ‘barcito’ para que los papas primerizos puedan mitigar el susto con un anisado.

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