La cultura de la violencia

Por: Andrés Jaramillo C. 

WhatsApp Image 2017-09-07 at 8.13.19 PMAlcancé a verlo con el rabillo del ojo. Yo estaba a pocos metros, en la cocina, cuando advertí que mi hijo levantó su mano derecha hasta detrás de su nuca y la abalanzó -con fuerza- hasta el rostro de su mejor amigo: Ricardo.

Los dedos cayeron como látigos en su frente. Ricardo, naturalmente, lloró desconsolado, sin entender bien por qué  lo había golpeado. Apenas minutos antes lo había invitado a jugar en casa.

Yo  enfurecí. ¿a quién le gusta ver a un hijo golpeando a un amigo? Me costaba creerlo. Corrí hasta el ring en el que había convertido la sala el Mateo, tomé su mano derecha e hice lo mismo que acababa de ver y de reprochar.

Un latigazo con mis dedos en su mano.  Alcancé a ver con el rabillo del ojo que se fue enrojeciendo. Lo golpeé como si en la venganza existiese un grado de justicia para con el Ricardo. O si de esa forma se corrigiera su comportamiento.

El Mateo reaccionó con miedo, pero firme. Me regresó el golpe. Él estaba más molesto que yo; me retó, y yo perdí la paciencia, la inteligencia.  No sé quién ni en qué momento de mi vida, llegué a creer en aquello de que se debe nalguear a los niños cuando se portan mal.

Ante mi ignorancia y la impotencia, ese recuerdo me dominó. Los llantos, lejos de apagarse, se multiplicaron en casa, con más fuerza, con más desesperación. Justo enfrente de las visitas (los abuelos del Ricardo y su mamá) como me haría notar luego, en privado, la amorita.

Conforme un aire agrio iba entrando a mis pulmones, la culpa comenzó a ocupar el lugar de la ira. No estaba bien que Mateo haya golpeado a su amigo, pensé en silencio. Pero yo tampoco tenía el derecho para hacerle lo mismo.

Subí entonces a su cuarto, donde estaba castigado, meditando en lo que había pasado.  Mateo aún tenía las cejas fruncidas. Al verme creyó que iba a volver a levantarle la mano. Vi  miedo -y no cariño en sus ojos- por primera vez.

Le pedí que respire, que respiremos juntos para tranquilizarnos. Me contó entonces que Ricardo le había quitado un globo de su color favorito, el amarillo. Y que él lo había castigado por no pedir permiso.

Entendí entonces que lo único que hizo mi hijo fue reproducir lo que había aprendido de sus papás. Asoció el castigo con la agresión. La corrección de un mal comportamiento con el grito. El malcriado no era él.

Me convertí en una cucaracha de basurero. Sucio, rastrero, abusivo. Su fuerza no podía ser comparada con la mía. Él solo es un niño. Le pedí disculpas. Traté de explicarle por qué lo hice, aclarándole que eso no justificaba lo ocurrido y que sus papás se equivocan, con frecuencia, por ignorancia más que por maldad.

Le prometí que nunca más le alzaría la mano y que resolveríamos los problemas conversando, con castigos alejados de la violencia, como no permitirle ver sus dibujos favoritos. Él prometió lo mismo, para con los otros.  No ha sido fácil para ninguno de los dos. Pero estamos aprendiendo juntos a respirar hondo cada vez que la paciencia se nos hace esquiva.

20171104_192027

 

Conjuro

Por: Andrés Jaramillo Carrera

20171005_183743Antes de casarnos, cuando los preparativos de la ceremonia nos desbordaban y se llevaban las libras demás acumuladas durante el noviazgo; la amorita y yo nos dimos un tiempo para meditar.

Había que decidir qué inscripción grabaríamos en nuestros anillos de matrimonio. No queríamos simplemente recordar la fecha, como normalmente se estila. Significaba mucho más que un día y por eso nos tomamos el tiempo necesario para hacerlo.

Acudimos entonces a nuestros mejores recuerdos. Elegimos  un verso de Mario Benedetti: «Eres mi conjuro contra la mala jornada», del poema Te Quiero. Era definitivamente lo que nos identificaba.

Cada día, al finalizar la jornada; el vernos, el compartir, el comer juntos, el salir a pasear…  simplemente nos cambiaba la vida. En especial cuando el trabajo, la presión, las incomprensiones del ‘nivel jerárquico’ y las horas extras sin remuneración sobrepasaban los límites tolerables. Ambos elegimos ser periodistas.

Ahora, casi cinco años después, y cuando los tiempos no han mejorado, vuelve a ocurrir; lo vuelvo a sentir y con más fuerza. Solo que ya no en singular. No ERES, sino SON mi conjuro contra la mala jornada.

Esta mañana, el Mateo me salvó el día y me cambió la vida. Cuando se percató que salía de la casa, y subía al auto, corrió detrás, al ritmo de sus pasos pequeños. Abrió la puerta y me pidió que vuelva. Tenía algo muy importante que decirme y no podía esperar.

Apagué el motor y me bajé apurado. Estaba atrasado, como siempre, para el trabajo. Repasando la reprimenda que me iba a ganar me acerqué para darle un beso. Pensé que quería volverse a despedir. Ha pasado en otras ocasiones.

Pero no. Simplemente quería decirme: «papá, que te vaya bien en el trabajo». Nadie le pidió que lo hiciera. Entonces, me mató y me revivió al mismo tiempo. Me hechó un conjuro tan fuerte que no importaron los reclamos y las decepciones del día.

Desde entonces, cada vez que algo sale mal, repaso el momento. Mi hijo, deseándome un bonito día y hechándome un conjuro poderoso contra la mala jornada. Esos instantes que se quedan grabados para siempre cuando uno se vuelve papá.

Otros relatos

El baño, para el padre, es lo que la lactancia para la madre

Cómplices

Cama o cuna

Por: Andrés Jaramillo C.

Una y otra y otra y otra y otra y otra vez lo repito. A eso de las 03:00, cada día, cada madrugada. ¡Esta es la última vez que el Mateo duerme en la cama de los papás!. Para eso le compramos su cuna.  Una de plaza y media. Queríamos que tenga el espacio suficiente, al menos hasta que entre a la escuela.

Con rejas de madera, inclusive, para que en sus juegos sonámbulos no terminen besando el piso. Se la compramos antes de que nazca, la armamos cuando la mamá ni siquiera sabía lo que eran los estragos del embarazo. Entonces, teníamos la esperanza de que tenga un cuarto, su rincón, ese sitio donde pueda ser él. Autónomo, independiente.

Pero no. Quito conspiró. Hace mucho frío, decía la mamá cuando estábamos a punto de dormir.  ¡Tráele al guagua! ¡Pobrecito! ¡Va a amanecer hecho paleta de helado!. El Mateo llegó un invierno del 2015 a nuestra cama. Hace casi dos años y medio, por una noche. Nunca más se fue.

WhatsApp Image 2017-05-21 at 8.58.22 PM

A las 03:00, cuando el sueño es más pesado, suelo sentir unas patitas en forma de empanada incrustándose  en mis costillas. Un manotazo en la cara, pesado, y rasguños en mi ojo. Incluso dormido no deja de ser inquieto.

Intento ignorarlo. Me muerdo los dientes. Trato de volver a dormir. Me muevo un poquito hacia el filo de la cama. Me quedo a pocos centímetros del piso y trato de conciliar el sueño. No se puede.

Los pies se alojan en mi cuello, en la panza, en mi boca. ¡Esta es la última vez que el Mateo duerme en la cama de los papás!,  repito. Una y otra y otra y otra y otra y otra vez. Cada noche, cada madrugada.

Pero es una mentira. El Mateo me vence.  Lo miro en silencio, durante esas madrugas, apacible. Respirando despacio, soñando.No soy capaz de quitarlo de mi lado. Está ahí, inspirando toda la ternura del mundo, con la trompita levantada.

Quién soy yo para expulsarlo, digo. Me hace falta, con sus pies de empanada en las costillas. Lo abrazo para calentarlo. Él, aún dormido, instintivamente me devuelve el abrazo y vuelve a ganarme, noche tras noche, madrugada tras madrugada. Me hace falta su presencia, aunque esa presencia espante el sueño.

Otros relatos

Noches activas
La primera noche en casa
¡Salvajes!

¡Puta madre!

Por: Andrés Jaramillo C.

16406902_10211676698171177_8353246877168481620_nQuisiera saber… ¿dónde las escuchó? ¿En qué momento se hicieron parte de su vocabulario cotidiano? ¿Por qué las repite? ¿Qué tienen que lo atraen como esas mariposas que vuelan en círculos, seducida por el fuego de la vela, cada vez más cerca hasta achicharrase?

En casa, no lo creo. Imposible. La mamá y el papá  las desconocen. Ni en los episodios que convocan más furia espontánea, como cuando accidentalmente nos golpeamos la rodilla en el filo de la cama, nos quedamos las manos con alguna olla caliente o calculamos mal donde está la última grada para bajar y probamos la resistencia de los tobillos, apelamos a esos términos.

¿En la televisión? Complicado. Las películas de adultos están lejos de su alcance y las palabras más fuertes que se escuchan en sus dibujos animados es ‘tonto’. En diferentes contextos, claro. Cuando se lo dice dulcemente Pepa Pig a su papá cerdito no suena insultante, ni impertinente.

Todo apunta entonces -es mi sospecha al menos- a la escuela. Alguno de sus compañeritos que en la ingenuidad de sus escasos años entonan pomposos !puta madres! y juegan a que son adultos. Imposible saber de quién o de quiénes se tratan. Las ‘teachers’ nunca reconocerían nada que pueda poner en duda su tutela.

En un principio quise aplicar la psicología. Como persona racional, de la Academia que se respete, creí que ignorando cada palabra en casa lograría que se olvide de ‘chuchear’ a quienes pellizcan su cachete –cosa que odia- o a quienes lo besan sin su consentimiento. No funcionó.

No sé bien por qué pensé que si le colocaba ají en la lengua cada vez que pronunciará una mala palabra podría evitar la lírica aprendida. Hurgando en los recuerdos, lo asocié con un pasaje de mi infancia. De cuando el perro de la casa mordía la ropa y acababa con los zapatos de educación física de mi hermana Aracely. Mi mamá hizo eso: colocó ají en la ropa, para que entendiera que estaba mal su comportamiento. Tony nunca más volvió a cenar zapatos.

ají

Pero el Mateo no es dálmata. Cuando le puse ají lloró con tal desesperación que a quien le picó el corazón fue a mí. A él se le pasó en unos minutos, con algunos sorbos de agua. A mí, en cambio, la culpa me perseguirá hasta que sea viejito, hable malas palabras y sea el Mateo quien me ponga ‘diablito’ en la lengua.

Fracasé otra vez. Las malas palabras no se fueron. Más bien ahora él las asocia a los momentos de ira. En un acto desesperado por  sentirme menos inútil quise pensar en aquello que dijo Roberto Fontanarrosa (2004). ¿Quién define qué son malas palabras? ¿Por qué? Las palabras en sí no son buenas o malas. Son eso; palabras. Nada más.

Cada personas es quien mentalmente construye, asocia o establece, con base a sus experiencias, códigos, que la palabra puta significa furcia y no casta, inmaculada o virginal.

Claro, no puedo llevar el postulado de Fontanarrosa bajo el brazo cada vez que salga con el Mateo al parque, al centro comercial o a una fiesta… Y explicarle a cada aludido que mi hijo no dice malas palabras sino construcciones sociales que, de acuerdo a cada contexto, convocan significados mentales diversos que se reproducen en construcciones gramaticales cotidianas asociadas al vulgo.

Me resulta más práctico, aunque menos correcto, hacerme el ‘pendejo’ cuando lo escucho y evitar, por ahora, pedirle que me acompañe a la presentación de las credenciales de los nuevos diplomáticos. No vaya a ser que ‘putee’ al embajador de Donald Trump y desate un conflicto internacional.

Otros relatos

La maldad 
El globo

 

¡Salvajes!

IMG-20161014-WA0007

Por: Andrés Jaramillo C.
@andresgaj

Los ojos le brillan siempre antes de saltar. Trato de tener el mayor cuidado para evitar que en medio de su juego, el Mateo caiga en alguna parte que no sea blanda; mi cadera, mi rodilla, mi cabeza. El piso, incluso, cuando la cama le queda corta.

De eso depende que su ensayo de paracaidista termine en carcajadas y no en un llanto pasajero por los golpes. No tiene miedo. Se lanza como si fuera un tigre cazando en una sabana. Cada noche es igual.

Cuando me enteré que iba a ser papá creí en aquello de que antes de dormir se leen cuentos a los niños para que concilien el sueño. Y que con un beso en la frente comienzan a soñar con los angelitos. No…  el verdadero cuento resultó ese.

El Mateo no duerme sin acción. Hace de su cuna un cuadrilátero y se transforma en luchador de la WWF. La mama no es buena contrincante. Él lo sabe. Es fácil ganarle, no da pelea, se rinde pronto… prefiere la mesura, el diálogo, la paz.

mateo

Con el papá todo cambia. Le  muerde el brazo para safarse de una de las llaves que el Mateo suele aplicar en el cuello. Lo toma de un brazo y una pierna y hace que vuele de un extremo a otro de la cama. Le muerde la panza hasta que implore perdón. Y el enseña cómo hacer cargamontón a los compañeros de la escuela.

¡Salvajes!, suele gritar la mamá, cuando se da cuenta que tender la cama no sirve de nada. Y que lo más imprudente del mundo es dejar ropa doblada cerca o el control de televisor o un vaso o cualquier cosa que pueda caerse.

Por lo general, las noches terminan con el cansancio del papá y el Mateo ileso, cargado de más energías para seguir jugando en sus sueños. Bueno… casi todas las noches. La otra ocasión fue la excepción.

La cuna del Mateo tiene una barandilla, que hace las veces de cuerdas de cuadrilatero. Él corre desde un extremo hasta esas cuerdas, las usa para tomar impulso y vuelve con fuerza para noquear con su cuerpo a papá. Pero ese día simplemente no volvió.

Aún no cae en cuenta que creció. Tiene 84 centímetros. La barandilla ya no es tan alta como para evitar que no caiga al piso. Todo fue muy rápido. Cuando quise reaccionar su cuerpo ya estaba cayendo fuera del cuadrilatero. 

Crucé la cama, salté la barandilla y alcancé a levantarlo. Estaba bañado en lágrimas. ¡Salvajes!, volvió a decir la mamá. Nosotros solo agachamos la cabeza. Guardamos silencio. Pasaron unos minutos antes de que el Mateo se olvide de su salto al vacío. No quería dormir. Quería seguir jugando. 

Otros relatos

¡Cae Pum!
Noches activas

 

Lost

Por: Andrés Jaramillo C.
@andresgaj

DOCUMENTO DESCLASIFICADO
(Originalmente escrito en agosto del 2016. No queríamos ser objeto de bullying, pero descubrimos que ha muchos otros padres les ha ocurrido)

Resultado de imagen para al kosto colombia

Corrí de un pasillo a otro desesperado. Más asustado que desesperado por momentos. No estaba. Ni en el corredor del supermercado donde ofertaban la ropa de niño, ni en el área dónde se mostraba los electrodomésticos.

El Mateo había desaparecido. No me explicaba cómo. Apenas minutos antes estaba ahí, junto a la caja registradora, esperando con sus papás, abuelita y tíos, que la fila de compradores merme para poder ir al hotel y descansar.

De pronto, en otro instante, se esfumó. !El Mateo¡, grité. No fue necesario que me contesten. Comenzamos a buscar, angustiados, sin un plan fijo. En el corredor de los juguetes, donde están los víveres, entre los los pasillo de ropa. ¡Nada!. Ni siquiera en el área de las motocicletas, de la que se enamoró, atraído  por el recuerdo de los paseos con su abuelo.

Se me agotaba el alma. Habían pasado minutos desde que el Mateo había desaparecido. Los suficientes como para culpar a todos: a mí y a la decisión de viajar de paseo a Colombia, a las horas que demoramos comprando, a no escuchar al hijo cuando ya quería regresar al hotel para reposar y comer un bocadillo.

Entonces, de repente, como una luz, lo vi. Ya estaba en los brazos de la mamá. Sonriendo, como siempre. Corrí para abrazarlo, ya no quería soltarlo. Él se incomodó. Nunca le ha gustado la gente melosa. ¿Dónde te metiste?, le dije, como si en verdad él fuera el que tuviera que dar las explicaciones. La mamá lo halló. Mientras yo corría desesperado, ella siguió la recomendación de otro comprador del supermercado.

Fue a la entrada principal, en busca de los guardias, para decirles que no permitan que un niño, de buzo gris, pantalón azul y cachetes regordetes salga del sitio, aunque esté acompañado de un adulto. Con las cámaras de seguridad iba a ser más fácil ubicarlo, si seguía en alguno de los corredores.

Cuando la mamá llegó al puesto de vigilancia los guardias la miraron y enseguida intuyeron que no estaba buscando un producto más de la percha. «Ya apareció la mamá», dijo uno de los celadores en su radio portátil de comunicación. El Mateo no se había perdido. Eran los padres los desaparecidos.

Había caminado hasta el área de las motocicletas. Ahí lo encontró una de las vendedoras y lo entrego al equipo de seguridad. Cosas de protocolo… Le preguntaron su nombre. Él respondió: ‘Mateyo’. Estaban a punto de llamar a los padres del niño ‘Mateyo’ por los alto parlantes. Pero ya no fue necesario. Aparecieron y recuperaron el alma.

Otros relatos:

Noches activas
Malos padres
Primera noche en casa

 

 

 

Frágil

Por: Andrés Jaramillo C.

@andresgaj

Tenías una infección intestinal muy muy fuerte.La primera  luego de casi 22 meses de haber nacido. Tu pancita estaba frágil; no dejaba de quejarse. ¡Gruñía con cada respiro¡

El médico había recomendado suspender los alimentos sólidos y reemplazarlos por abundante líquido: suero oral. Te vi por primera vez decaído, recostado en la cama, en silencio; irreconocible. Ausente de travesuras, brincos, caídas, correteos, carcajadas… 

Te vi despertar en la madrugada llorando con hambre. Pidiendo a gritos la colada de plátano que suele hacerte la tía Caro cuando nos visita. El queso que se convirtió en uno de tus manjares. Fácilmente podrías acabar con una libra en un solo desayuno. Te volviste un ‘quesodependiente‘.

Gritabas en la madrugada por algo de comer. Un pan, una manzana, una uva, cualquier cosa….   Estabas desesperado y yo preocupado, dolido. Sentía que te mezquinaba la comida y estuve a punto de tirar al tacho la recomendación del doctor.

Pero tu mami me lo advirtió: «No le des de comer, está con la pancita débil y no va a resistir». Te pregunté entonces si querías jugo de manzana. Solo líquido, algo que por lo menos engañe al hambre.

«Poquito», volvió a decirme mamá… Yo no hice caso. Dejé que tomes a libre demanda, rápido y sin censura. Tan pronto como se terminó la botella volviste a recostarte junto a mí. No pasó mucho tiempo.

Tu pancita estaba resentida.  Se volvió a quejar  y me miraste como pidiendo auxilio. No pude entenderte  a tiempo. Cuando quise reaccionar, el jugo de manzana te había abandonado.Estaba en la almohada, la cobija, las sábanas, mi cuello.

Me asusté. Comenzabas a ahogarte y yo estaba ahí, recostado, en la madrugada, sin reacción. Tu mami se dio cuenta. Se levantó rápido; te tomó del pecho y te colocó boca abajo, sobre mi vientre, mirando al piso.

Ahí esperó a que te recuperes. Comenzó a hablarte al oído, te dijo que no te asustes, que estabas enfermito de la pancita, pero que ya iba a pasar. Te dio besos y prendió la luz del cuarto para poder cambiar la sábanas y las fundas de las almohadas, mientras yo te mudaba la ropa.

Volviste a recostarte agotado, débil y la noche se fue sin dejarnos pegar los ojos. Nos preocupamos. Por primera vez nos dimos cuenta de lo frágiles que somos. De la fortuna que es tenerte sano, inquieto, trepando los sillones, rompiendo todo a tu paso… 

La maldad

Por: Andrés Jaramillo C.

Esta es la historia del día en que le hicieron la maldad a mi Mateo. Coincidió  con la víspera del Día de la Madre. Debía ser una fecha especial para ambos (el Mateo y la mamá). Ellos quisieron recibirla de forma diferente;  lucir radiantes, renovados y les sobraban motivos. Era la primera vez que iban a celebrarlo con él fuera de la pancita.

La mamá pensó en un corte de cabello diferente y me convenció de acompañarla así como cuando a uno le persuaden de ir a hacer las compras al mercado (a regañadientes). Nos tardamos buscando el salón de belleza en La Michelena.

El de cabecera, al que acudíamos antes de cualquier fiesta importante, se había convertido en una tienda de abastos. ¡La crisis!, pensé primero… pero no. El gabinete se había mudado a un lugar más grande, calle arriba.

Dimos dos vueltas a la cuadra en el carro y nada. Hasta ya habíamos acordamos que si no aparecía, el Día de las Madres iba a ser sin ‘look’ renovado. Caminamos unos metros, por si acaso, y entonces vimos luces escandalosas. Eran la señal de la entrada al local.

Pasamos la puerta de vidrio; el Mateo estaba despierto, en los brazos, distinguiendo en los espejos grandes de la pared su figura, la de su papá y la de su mamá que no esperó mucho para sentarse en uno de los puestos vacíos.

El peluquero hizo lo suyo. Rápido y preciso, como nos gusta a los papás, sin ahondar en chismes de la farándula. Pero al final, cuando ya solo quedaba honrar la factura y salir a la casa, la mamá asintió:  ¿aprovechamos para cortarle el pelo al Mateo?

Yo la miré con ojos de NO, pero como suele ocurrir en esos casos, la boca tiene vida propia, se revela a la lógica, la razón y termina aceptando todo. El secreto de todo buen matrimonio es nunca decirles que NO.

El peluquero nos advirtió que él no cortaba el cabello a los niños. Fue totalmente honesto con nosotros. No era su especialidad. Punto.  Los necios fuimos nosotros, que permitimos a su ayudante del gabinete meterse.

Le temblaba la mano al pobre joven. A leguas se notaba que no era algo que hacía con mucha frecuencia. Pero como también suele ocurrir en esos casos, nosotros callamos. Debimos salir en ese momento del local y dejar que el cabello le crezca al Mateo como a Tarzán de Disney.

Pero otra vez no. El ayudante comenzó a cazar los cabellos largos del Mateo con miedo. Como si estuviera cazando moscas con palillos chinos. Por el corte que ese joven asistente tenía debimos imaginar lo que se venía. Su cabeza nos recordaba los videos musicales de Daddy Yankee y J. Balavin.

Y en efecto. Los cabellos de los costados del Mateo comenzaron a volar, uno tras otro, hasta acumularse en el piso. Cada vez se iba pareciendo más a un estilo tsáchila que al de niño bien portado que era lo que esperábamos. Solo faltó el achiote en la cabeza.

Entonces, el joven asistente del gabinete se atrevió a hablar. “Por qué no me dicen que tiene dos coronas, no le van a poder peinar”. Cruzamos las miradas con la mamá. Fue un yaaaaaaaaaaaa silencioso.

¿No se supone que de esas cosas se dan cuenta las personas profesionales que se dedican a cortar el cabello’. La mamá se lo hizo saber y le pidió explicaciones; ya con el ánimo por encima. Pero la respuesta fue más encantadora: hay que ponerle gel.

Entonces sentí que el ambiente de pronto se volvió más pesado. ¡Gel!, le dijo. Cuando la mamá no deja que nada, con excepción del champú de manzanilla, tope el cabello del Mateo. ¡Gel!, le dijo, cuando hasta el aceite para bebé se niega a ponerle para que no se dañe. ¡Gel!, le dijo

Ese joven no sabía en qué se estaba metiendo. Nos levantamos, civilizados, antes de ponernos en modo demonio de Tasmania. El Mateo, por suerte, de tanto llorar se había quedado dormido. No se dio cuenta de lo que le hicimos. Bueno… al menos no hasta que llegó a la casa y le vieron los tíos. No se resistieron: ¡le hicieron la maldad al Mateo!, dijeron.

ok

 

La Granja y su pacto con el demonio

Cada vez estoy más convencido de que el autor, o los autores, de las canciones infantiles de La Granja deben tener un pacto con el demonio. No encuentro otra explicación al efecto que logran en los niños.

Cada pato, cada vaca, cada pollo saltarín de colores los hipnotiza… No pueden apartar la mirada del televisor o del computador.  Su cuerpecito se mueve al ritmo de la música, como  si una fuerza demoniaca los poseyera.

El mundo puede caerse a su alrededor. No importa. Lo que los niños aman es La Granja. Da igual si es La Granja 1, 2 o 3 o la última versión del Reino Infantil. Con ese oso rosado de calzones turquesa  que parece estar bajo los efectos de alguna sustancia psicotrópica.

La Granja es una institución. Funciona mejor que el tempra cuando están enfermos. En esos desesperantes momentos en que no pueden estar un segundo quietos en el vehículo en movimiento o incluso cuando no quieren comer la sopa. Es el caso de mi Mateo.

Ya se ha convertido en un ritual durante los almuerzos y meriendas en casa. Hacen falta los seis patos gordos, flacos y rubios, para que no se desperdicie la acelga, el brócoli o la quinua que la tía o la mamá le preparan a mi hijo, con la esperanza de llegar un día donde la pediatra y que no nos insulte porque está «bajo de peso».

Apostaría a que si se pudieran reproducir  las canciones al revés, como antes con los cassettes de  música, hasta se podría descubrir los mensajes subliminales ocultos tras esas dulzonas letras infantiles de gatos y ratones bailando Twist.

¿Se acuerdan de Black Sabbath, Mecano, Yuri o la misma  Xuxa y sus paquitas?  Decían que su famosa Danza de Xuxa, al revés, en realidad lo que decía era: «El diablo es un magnífico». Y que su traje, con vistosos motivos, tenía símbolos satánicos como el 666 y  cruces invertidas.

Son cosa del demonio…. Tanto, que ya no podemos prescindir de ellos. Están en formato MP3 en la memoria de la radio del vehículo, para los viajes largos con mi  Mateo. Y en el teléfono celular, para cuando nos place comer fuera de casa.

Se hicieron parte de la familia y seguirán así al menos hasta que el Mateo crezca y cambie sus preferencias musicales… o coma la sopa.  Lo que pase primero.

 

!Cae Pum¡

El espaldar del sillón principal de la sala es alto; de 1,50 metros más o menos, demasiado elevado para jugar sin paracaídas. Asustaría al promedio de niños que rondan el año de edad, pero el Mateo no es cualquier niño.

Le gusta la altura, la adrenalina. No mide el riesgo y menos ahora que descubrió que puede desplazarse encorvado, aunque todavía con tímidos pasos. Tiene una afición especial por el sillón principal de la sala. Cuando lo ve, camina arrimándose de todos los objetos que encuentra cerca hasta el sofá.

Extiende los brazos como cuando quieren que lo carguen y se agarra fuertemente con sus manos de los cojines. Sube su rodilla hasta el filo y se impulsa haciendo esfuerzo. Al tercer o cuarto intento ya está sobre los cojines riéndose a carcajadas de sus primeros logros en escalada libre.

Normalmente ese es su límite. Mejor dicho era porque ese miércoles simplemente decidió ir más allá. Conquistó el brazo del sofá, luego escaló hasta el espaldar del sillón y desde esa cúspide aterrizó sin paracaídas. Fue cuestión de segundos.

Cuando su madre fue en auxilio ya nada se podía hacer. Estaba sentado sobre la cerámica, bañado en lágrimas, lesionado, con las marcas del porrazo en la frente y la nariz. Cuando me lo contaron por teléfono me lo imaginé con todo el rostro morado, hinchado, como cuando se sale del quirófano  luego de una cirugía en de nariz.

Ni siquiera apagué la computadora del trabajo. Salí asustado, viendo el reloj -eran como las 15:00-. Avancé pronto en el carro, contando los segundos de la luz roja de los semáforos que siempre resultan impertinentes. Por suerte nos separaban solo unos 15 minutos de recorrido.

Fue un alivio ver que no tenía, como pensaba, el rostro empapado de sangre o la nariz desviada. Ya no estaba llorando, la mamá se había encargado de calmarlo con besos. Pero nos preocupaba lo que no se veía. El Mateo tenía sueño y en casos de golpes ya nos habían advertido que no se puede dejar que duerman. Se pueden presentar daños neurológicos.

Fuimos al centro de salud donde tiene su historia clínica. Serían unos 20 minutos de recorrido. Entonces, alcanzamos a distinguir el área de emergencias, donde dos amables enfermeras esperaban por algún caso que les borre la cara de aburrimiento.

Vieron a mi Mateo, lo revisaron y cuando se aseguraron que no se trataba de una emergencia mayor comenzó el interrogatorio al papá. Había que descartar que se trate de violencia intrafamiliar ¡Imagínense¡

Luego vino la reprimenda de ocasión por llevarlo a ese centro de salud y no al más cercano a la casa. No sabíamos, le dije, pero no las convenció. Vinieron minutos interminables de jaleo para dejar claro que éramos unos irresponsables, hasta que el médico de turno pueda verlo y confirmar que no había peligro. Todo estaba bien, salvo las marcas en el rostro que se le quitarían en un par de días.

Vi entonces cómo el color de pronto volvió al rostro de la mamá. Ya no estaba pálida, respiró más aliviada. El Mateo se durmió hasta regresar a la casa. Luego, apenas abrió los ojos, volvió al sillón principal de la sala.

¡No Mateo!, le advertimos ¡Cae Pum!.

No nos escuchó…