Por: Andrés Jaramillo C.
Papá, ¿puedo hacer una pijamada con mis amigos en casa?, dijo Mateo un 28 de diciembre.
¡Pregúntale a tu madre!, le contesté yo sin meditarlo. Estaba convencido de que recibiría un no rotundo y que la súplica sería pasajera. Pero para sorpresa de todos, a ella le pareció una buena idea.
Los chicos estaban en plenas vacaciones por Año Nuevo. Se merecían algún momento de entretenimiento diferente y, además, serviría para que Mateo ahonde sus primeros lazos de amistad con quiénes comenzaba a pasar más tiempo, ¿qué podría salir mal?
Indefenso ante los argumentos, y expuesto a la mirada ilusionada de mi hijo, no me quedó más que asentir y apoyar la aventura.
Cuando niño jamás participé en una pijamada, por lo que de cierta forma creo que también me ilusionaba la idea de vivirlo a través de mi hijo.
Comenzamos entonces a planear la noche. La comida que cenarían, las actividades para alejarlos del aburrimiento, el sitio donde dormirían, las historias de miedo que se narrarían. Todo los detalles necesarios… sin reparar en lo que poco después ocurriría.
La primera pijamada de la vida de mi Mateo terminaría siendo una velada de sangre, miedo y horror.
La casa de pronto se llenó de bullicio. Nos habíamos prometido que solamente se invitaría a sus amigos más cercanos y que siendo realistas solo dos de los cuatro lograrían el permiso. Después de todo, en estos tiempos, era entendible que cualquier padre evite enviar solo a su hijo a otra casa.
Nos equivocamos. De pronto, cinco pitufos en pijamas revoloteaban como en una aldea mágica por la sala, el comedor y la cocina de la casa.
La pizza fue una buena idea. Alcanzó para saciar el hambre de ese pelotón que estaba feliz con todas las actividades que teníamos en mente.
Primero, videojuegos. Luego uno que otro juego de mesa. Más tarde una película infantil y justo antes de que el sueño les gane, las historias de terror contadas por papá. ¡El gran acto final!
Pero todo cambió esa noche del 28 de diciembre, a las 22:00. Los niños no necesitaron de un cuento para asustarlos. En cuestión de segundo, ellos se convirtieron en los protagonistas de su propia historia de horror.
Uno de los chicos, Michael, saltó del sillón, corrió por el comedor en medias y resbaló en el piso de madera. Cayó junto a un vidrio que iba a ser usado como repisa de baño y se lastimó considerablemente.
Bueno… al menos eso le dijimos a su mamá para que no se preocupe tanto. En realidad, había una herida en forma de boca a la altura de su rodilla izquierda que sangraba a borbotones ante la mirada absorta de los pequeños. Primero, hubo silencio. Luego desesperación.
¡Traigan una gasa!, se escuchó en la sala. ¡Se le ve el hueso!, exclamó otro niño. ¡Por qué hay un vidrio en la casa!, comentó Mateo. ¡Hay que llevarlo al hospital!, sentenció la tía enfermera de mi hijo.
A los niños les tomó apenas minutos colocarse los zapatos, tomar sus mochilas y salir a las casas vecinas del conjunto habitacional para contarles lo ocurrido a sus padres.
Nosotros, en cambio, con una mezcla de culpa y miedo, atinamos a colocar una venda en la herida, sacar al niño hacia el vehículo familiar, e ir por su madre para que lo acompañe al hospital más cercano.
Llegamos a la sala de Emergencias convencidos de que requeriría sutura. Era una herida grande que incluso le impedía caminar con facilidad. Al final fueron necesarios cuatro puntos quirúrgicos.
Luego del procedimiento, que duró hasta cerca de media noche, volvimos a casa reflexionando sobre la real responsabilidad que se asume cuando se invita a un niño al hogar.
Difícilmente la marca de la herida se borrará de su piel y estamos convencidos que tampoco de la memoria de los niños que acudieron a la primera y última pijamada de la vida de nuestro Mateo.
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