Desde hace algún tiempo, la conversación se volvió recurrente, especialmente en nuestros círculos de familiares, amigos y personas cercanas. Cada vez que coincidíamos en alguna reunión o evento social, se ponía sobre la mesa la importancia de que Mateo crezca con una compañía.
Necesita alguien con quién jugar, nos decían. Alguien con quien pueda salir a correr, pelear, aprender sobre la responsabilidad de cuidar y proteger a otro ser. Que se convierta en su cómplice de travesuras.
Pensamos mucho antes de tomar la decisión. Como padres, entendíamos perfectamente lo que implicaría hacerlo. No sólo en términos económicos, sino también en el tiempo, paciencia, sacrificio, entrega y dedicación necesarios.
Sería como empezar de nuevo. Los baños en la tina, las salidas al parque, la comida, el abrigo, la adecuación de la casa para que pueda estar cómodo y las largas noches en vela adivinando cómo apaciguar el llanto.
Éramos plenamente conscientes…
Tuvimos miedo. Mucho miedo. Pero un día, ambos simplemente lo dejamos a un lado, nos armamos de valor y comenzamos a buscar a esa pequeña compañía para Mateo. Fueron largas, aunque placenteras noches.
Debo confesar que yo fui el primero en proponer pagar por tener a esa compañía. Quería evitarme el proceso de criarlo. Pero me hicieron entrar en razón y optamos por un camino poco explorado para nosotros: la adopción. Nunca hubiera imaginado la cantidad de páginas de Facebook creadas para ese fin. No sabíamos cómo elegir.
De pronto, un día, como todo lo mágico en la vida, sólo no tuvimos que buscar más. Él llegó a nosotros. Fue a través de un anuncio de servicio social en un canal de TV local. Marqué el número de teléfono que se mostraba en pantalla, me dieron una dirección para recogerlo y fui verlo por la tarde, con mucha discreción. Era un 23 de diciembre de 2019.
Queríamos que sea una sorpresa para Mateo y que llegue a sus brazos un día después: justamente en Navidad. No en vano es la fecha en que se recuerda el nacimiento de otro niño, pero en Belén.
Mateo estaba medio dormido cuando lo vio por primera vez. Yo había llegado en la madrugada a casa con su nueva compañía. Cuando lo reconoció plenamente, se acercó despacio y lo abrazó fuerte.
Quiso que lo bauticemos con el nombre de gomita. A mí me gustaba. Pero luego cambió de opinión. Se llamará Paco, dijo, igual que el perro de una de sus películas favoritas: Olé, el viaje de Ferdinand.
Lo cargó con algo de dificultad y lo llevó hasta el sillón más grande de la sala, puso su brazo bajo el cuello de Paco, igual que como suelo colocárselo yo por las noches antes de dormir, y se quedaron ahí… recostados, inseparables, celebrando el mejor regalo de Navidad; su hermano perruno.
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