Los descendientes de Willy

Por: Andrés Jaramillo C. 

Debo confesar que dudé por un momento si sería una buena idea subirnos a esa lancha  con Mateo. Quienes han tenido la oportunidad de visitar el Océano Pacífico saben que a veces puede ponerse esquivo e inquieto, especialmente con quienes conoce por primera vez. Es selectivo a la hora de poner a prueba los estómagos. 

Finalmente decidí arriesgarme…

Cuando le propuse a Mateo compartir esta aventura marina, él; a diferencia de mí, no dudó ni por un instante en sumarse. Con frecuencia me hace creer que es infinitamente más valiente que yo. Y no hablo de cuando yo tenía cuatro años y medio como él, me refiero al ahora.

Le gustó tanto la idea que, en la víspera, no pudo conciliar el sueño. Se movía como lancha en altamar, de un lado a otro de la cama. Estaba realmente ilusionado con la idea de ver, por primera vez, una ballena; una que no sea de peluche ni que hable en la televisión de cuidar el planeta. Esta vez iba a ser una real. 

Quería tenerla cerca, tocar a esa ballena, y con un poco de suerte, subirse en su lomo para pintarle un nombre: Mateo. Dijo que quería hacerlo con un marcador de tiza permanente. Yo no tuve corazón para explicarle en ese momento que podría ser algo complicado domar al animal más grande conocido en la Tierra. Solo compré aquel marcador.  Mateo lo atesoró durante todo nuestro trayecto hacia Puerto López, en Manabí, el motel natural más frecuentado por las ballenas jorobadas. 

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Luego de dos horas navegando en el mar, y de no ver a ninguna ballena en el horizonte, la desesperación y frustración pueden agobiar  fácilmente a cualquier cristiano; al menos entre los turistas adultos, quienes llegan con la idea de que el mar es como ir a un zoológico cualquiera, donde los animales aguardan cautos para ser observados y que hasta pueden tocarlos tras el primer despiste de los cuidadores.

Creí que Mateo también iba a sentirse defraudado. Desde pequeño nunca ha logrado entablar una buena amistad con la paciencia y la quietud. Es un pequeño Océano Pacífico.  Pero esta vez en particular estaba sereno, atento, no despegaba la mirada de las olas. Estaba seguro de que en el momento menos pensado, algún descendiente lejano de Willy aparecería para saludarlo. 

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Entonces, de forma súbita, justo frente a él, ocurrió. Una ballena saltó fuera del agua y se dejó ver imponente, a pocos metros, ante los gritos de emoción de los turistas. No hubo tiempo para hacer fotografías, ni siquiera para  apuntar con la cámara. La brevedad fue hipnótica. Solo unos segundos después de que la ballena volviera al mar todos pudimos reaccionar y cruzar unas sonrisas, unos cuantos comentarios. 

Mateo, en cambio, se quedó en silencio, quieto, con un dejo de decepción. Eso me desconcertó. Toda la semana habló sobre lo emocionante que sería ver  una ballena. Y cuando la vio… algo pasó. No hizo clic. Me acerqué a preguntarle y él me vio con esos ojazos marrones capaces de convencerme de cualquier cosa y me dijo: papá, no le escribí el nombre con marcador a la ballena.

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