Bailando

Por: Andrés Jaramillo C.

La iniciativa nació de él. Quizá por eso me sorprendió tanto. Mateo ha sido de aquellos niños que prefieren bailar en privado; mitad cumbia y mitad reggaetón los viernes por la noche en la sala de la casa con la mamá. En el carro cuando viajamos, al son de la Banda 24 de Mayo. O en la ducha conmigo, cantando casi de memoria todas las canciones de La Granja, mientras hago mi mejor esfuerzo por sacarle toda la mugre del cuello impresa bajo su mentón.

Habíamos intentado que reproduzca los pasos en público; en las reuniones familiares principalmente, pero él siempre ha preferido ‘monear’ el teléfono de la tía o jugar con los primos mientras el resto baila. Nunca lo he presionado. Soy de aquellos papás que creen que los niños deben bailar, cantar o leer por inspiración y no por imposición.

Esa noche, no obstante, Mateo me tomó de la mano, me arrastró unos metros, y me hizo entrar a una parroquial discoteca de caña, madera y paja, en Pedernales. El mar estaba cerca, pero era imposible escuchar las olas rompiendo, con el volumen alto de la música. El piso de madera temblaba con los movimientos del resto de bailarines; parejas jóvenes, familias, amantes…

Cuando llegó a la mitad de la pista solamente me tomó de la mano y comenzó a balancearse como una lancha en altamar; de un costado a otro. Apenas levantando del piso las sandalias como si se tratara de un vals. En cámara lenta, mientras a nuestro costado una joven convulsionaba con un éxito de Daddy Yankee.

Esperamos unos 20 minutos ansiosos la hora loca: lo habitual; sopa de caracol, el baile de la botella, el ‘meneaito’ y con algo de suerte la Banda 24 de Mayo. Palabras mayores en la casa. Cuando nació, y era solo  una palanqueta, lo arrullaba con la Banda Show de Patate de fondo.

Entonces estaba convencido de que los niños debían aprender a entregarse a los sueños en todas las situaciones posibles: en silencio, con ruido, en movimiento, en el carro o en una cama que no sea cotidiana. No me equivoqué. Nunca hemos tenido que lidiar para que se recueste por las noches.

Cuando se cansó de bailar en aquella rural discoteca de caña guadúa y madera envejecida, se trepó como 1f412 por mi pierna, con los párpados pesados y esa mirada propia de quien ya solo quiere ver en sueños. No tardó mucho en conciliarlo, junto al parlante gigante donde a esa hora (pasadas las 22:00) ya retumbaba el baúl del recuerdo de merengue centroamericano.

De pronto, desde el fondo del salón, se acercó rauda la dueña de ese bailadero en la playa. ¡Saque el niño! me dijo, sin mayor explicación. Con ese tono de mando que solo conocen las esposas. Sus grandes ojos blancos, en medio de la noche, me convencieron de inmediato. Ni siquiera me animé a preguntar el por qué.

Apenas llegué al umbral de la puerta entendí sin mayores explicaciones.  Había una patrulla de la Policía fuera, con la baliza encendida, junto a los funcionarios de la Intendencia, la Policía y otros organismos de socorro.

Me asusté. Sinceramente. Recordé esa tierna época en que la Policía hacía batidas y terminábamos con los amigos y novias del colegio o el barrio en algún retén policial esperando a que lleguen los papás a insultarnos en público por ingresar a los conciertos en las casas barriales para escuchar a bandas no aptas para menores de edad.

Pero esta vez, pensé, no habría quien le insulte al Mateo en público. El papá era cómplice y encubridor. Aproveché entonces que los uniformados estaban distraídos y me confundí entre la multitud que estaba fuera de la discoteca.

Escapé lentamente por entre los carros estacionados, con Mateo en brazos, y nos escondimos en nuestro vehículo. Ahí esperamos a que la Policía se vaya, mientras en el parlante de la discoteca retumbaba el mix de la hora loca.

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La Playa 1  

La Playa 2

La Playa 3

Avenger

Por: Andrés Jaramillo C.

Desde que lo cargué por primera vez en los brazos, en aquella frívola sala de parto del IESS, supe que iba a llegar ese día. Honestamente pensé que sería cuando su maleta estuviera repleta de los libros para la secundaria, igual que como ocurrió conmigo.

Aunque la verdad es que hubiera preferido que ocurra después, mucho después. Quizá en la universidad, cuando los niños dejan de ser niños pequeños y el bullying es objeto de estudio y no una práctica cotidiana.

No se pudo. Mateo tiene apenas cuatro años y cuatro meses. Los últimos pasó dándonos muestras de que ese día estaba a punto de llegar. Se golpeaba contra algunos objetos, le costaba pintar sus revistas de superhéroes y también distinguir entre la letra o y la u. Entre el número cero y el ocho. Entre un regordete conejo y una pelota.

Resignados de lo inevitable, tuvimos que buscar la forma para que la solución no sea igual de traumática de lo que fue para mí o incluso para la mamá y toda nuestra generación. Un día, comenzamos hablar de aquello.

Le dije al oído que le daría súper poderes, que podría hacer las cosas igual o mejor que uno de los Avengers, que casualmente se volvieron personajes de culto para él -hasta el cepillo de dientes es del Hombre Araña-.

Evidentemente Mateo no podría lanzar telarañas ni tampoco subir muros. Su súper poder sería diferente. Similar a ese Avenger que combate con flechas. Pero solamente lo adquiriría si se portaba bien. Debía verse como un premio y no como un castigo, una obligación.

Mateo aceptó. De hecho, mejor de lo que yo lo hubiera hecho. Colaboró cuando tuvo que ir con el médico; hasta creería que se divirtió en la consulta, aunque no le hayan regalado una paleta de vitaminas, como suele ocurrir cuando va con su pediatra.

Estaba totalmente convencido de que para que los use, él debía elegirlos. Sin presiones, sin la influencia de los papás, sin imposiciones mediadas por un valor económico. A mí me hubiera gustado que sean azules, a la mamá rojos o morados.

Pero la personalidad del Mateo no coincide con ningún color que emane calma, tranquilidad, quietud, sumisión. Eligió su color preferido; el amarillo. Fue amor a primera vista. Apenas los vio en la vitrina se lanzó a ellos, no quiso saber de otros e incluso trató de llevárselos a casa.

Durante tres días dijo que los extrañaba, que si cuando yo los retire podría colocarlos bajo su almohada para que él pudiera hacerse el sorprendido al despertar y los viera de pronto.

Entonces, una mañana, ese día llegó. Mucho antes de lo que yo hubiera esperado. Se colocó sus lentes amarillos nuevos y vio el mundo diferente, igual que Ojo de Halcón; su nuevo Avenger favorito.

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