El Cine

Por: Andrés Jaramillo C.

Cine

Enfocar la atención y concentrarse más de quince minutos en algo… cualquier cosa, incluso en jugar; siempre ha sido un reto mayor. Mateo se aburre con mucha facilidad. El solo sentarse en cualquier grada por un instante le resulta un verdadero acto de ofensa a su forma de ser; siempre vivaz, siempre activa.

Está en su ADN. Nació en modo multitarea. Por eso, con él, nunca pudimos disfrutar de una película completa un domingo por la tarde, cuando era más pequeño. Pensar en visitar el cine resultaba imaginar esfuerzos compartidos de paciencia. Mateo resistiéndose a saltar sobre los sillones y a correr por los pasillos oscuros, cayendo sobre piso de canguil. Y  sus papás -nosotros- resistiéndose a sentarlo con velcro en las piernas, al menos durante los trailers.

Un día, algo cambió. Había leído sobre una nueva película animada que sacó ronchas a la tradicional sociedad taurina española. El Viaje de Ferdinand, se leía en la portada. Coincidió que en esa época Mateo comenzaba a enamorarse de la naturaleza y de cada borrego, caballo, gallina o toro que se encontraba en el camino.

__5a6a9653b345e

Era la oportunidad, pensé, de que conociera una sala de cine. Después de todo… ¡a qué niño no le gusta el cine!. Aunque fuera solamente por los carísimos nachos con queso derretido, los perros calientes rebosantes de salsas engordantes o las sacadientes bebidas congeladas.

Llevamos, entonces, refuerzos; la madrina Zuca y el primo Sebas, por si hacía falta recargar la paciencia a mitad de la película. Se activaron apenas llegamos, mientras esperábamos que se acorte la larga fila para llegar a la taquilla donde había que elegir los mejores lugares para ver la función.

Mateo corrió de un lado a otro. Por entre las piernas de las parejas adolescentes; interrumpiendo los melosos abrazos. Y por entre otros padres que trataban de lidiar con sus niños que chocaban en cada correteo con el cartel gigante de Ferdinand; el toro de lidia antiviolencia y amante del aroma de las flores.

!Entramos¡

Le sorprendió mucho la oscuridad de un lugar tan grande y lleno de gente. Pensó que se trataba de un túnel, hasta que vio la pantalla gigante en frente. Tan blanca como sábana. Mateo  volvió a sorprenderse; pidió sus nachos y se sentó junto a mí, preguntando cada diez segundos cuando empezaría la película.  

-¿Ya papá?

-Ya mismo hijo

-¿Ya papá?

-En un ratito más

-¿Ya papá?

-Falta poco

-¿Ya papá?

-Sí

-¿Ya papá?

-Ya están colocando la película

-¿Ya papá?

-Siiiiiiiiiiiii

De pronto, la salvación: la pantalla se encendió. Sobrevivimos a los trailers. Luego, Ferdinand apareció igual que un hipnotizador profesional.  Mateo hizo ‘clic’ con él desde el primer segundo; se olvidó de los nachos con queso, las salsas engordantes. Enfocó la mirada, la concentración,  mucho más de quince minutos.

Ese miércoles no hubo entradas para una función en la tarde. Las únicas disponibles eran para las 22:00, precisamente cuando estaba acostumbrado a dormir. La hora se notaba en los párpados de Mateo. Quería cerrarlos, pero resistió, heroicamente, hasta el último segundo de la película.

Solamente cuando vio las letras que anunciaban el final cayó rendido, sobre el amplio y descuidado mueble de la sala de cine, contento. Desde entonces, todo cambió. Se volvió un amante del séptimo arte, un exigente amante del séptimo arte.  

Otros relatos:

Lost
Noches activas
Cae ¡Pum!