La cultura de la violencia

Por: Andrés Jaramillo C. 

WhatsApp Image 2017-09-07 at 8.13.19 PMAlcancé a verlo con el rabillo del ojo. Yo estaba a pocos metros, en la cocina, cuando advertí que mi hijo levantó su mano derecha hasta detrás de su nuca y la abalanzó -con fuerza- hasta el rostro de su mejor amigo: Ricardo.

Los dedos cayeron como látigos en su frente. Ricardo, naturalmente, lloró desconsolado, sin entender bien por qué  lo había golpeado. Apenas minutos antes lo había invitado a jugar en casa.

Yo  enfurecí. ¿a quién le gusta ver a un hijo golpeando a un amigo? Me costaba creerlo. Corrí hasta el ring en el que había convertido la sala el Mateo, tomé su mano derecha e hice lo mismo que acababa de ver y de reprochar.

Un latigazo con mis dedos en su mano.  Alcancé a ver con el rabillo del ojo que se fue enrojeciendo. Lo golpeé como si en la venganza existiese un grado de justicia para con el Ricardo. O si de esa forma se corrigiera su comportamiento.

El Mateo reaccionó con miedo, pero firme. Me regresó el golpe. Él estaba más molesto que yo; me retó, y yo perdí la paciencia, la inteligencia.  No sé quién ni en qué momento de mi vida, llegué a creer en aquello de que se debe nalguear a los niños cuando se portan mal.

Ante mi ignorancia y la impotencia, ese recuerdo me dominó. Los llantos, lejos de apagarse, se multiplicaron en casa, con más fuerza, con más desesperación. Justo enfrente de las visitas (los abuelos del Ricardo y su mamá) como me haría notar luego, en privado, la amorita.

Conforme un aire agrio iba entrando a mis pulmones, la culpa comenzó a ocupar el lugar de la ira. No estaba bien que Mateo haya golpeado a su amigo, pensé en silencio. Pero yo tampoco tenía el derecho para hacerle lo mismo.

Subí entonces a su cuarto, donde estaba castigado, meditando en lo que había pasado.  Mateo aún tenía las cejas fruncidas. Al verme creyó que iba a volver a levantarle la mano. Vi  miedo -y no cariño en sus ojos- por primera vez.

Le pedí que respire, que respiremos juntos para tranquilizarnos. Me contó entonces que Ricardo le había quitado un globo de su color favorito, el amarillo. Y que él lo había castigado por no pedir permiso.

Entendí entonces que lo único que hizo mi hijo fue reproducir lo que había aprendido de sus papás. Asoció el castigo con la agresión. La corrección de un mal comportamiento con el grito. El malcriado no era él.

Me convertí en una cucaracha de basurero. Sucio, rastrero, abusivo. Su fuerza no podía ser comparada con la mía. Él solo es un niño. Le pedí disculpas. Traté de explicarle por qué lo hice, aclarándole que eso no justificaba lo ocurrido y que sus papás se equivocan, con frecuencia, por ignorancia más que por maldad.

Le prometí que nunca más le alzaría la mano y que resolveríamos los problemas conversando, con castigos alejados de la violencia, como no permitirle ver sus dibujos favoritos. Él prometió lo mismo, para con los otros.  No ha sido fácil para ninguno de los dos. Pero estamos aprendiendo juntos a respirar hondo cada vez que la paciencia se nos hace esquiva.

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