Por: Andrés Jaramillo C.
Quisiera saber… ¿dónde las escuchó? ¿En qué momento se hicieron parte de su vocabulario cotidiano? ¿Por qué las repite? ¿Qué tienen que lo atraen como esas mariposas que vuelan en círculos, seducida por el fuego de la vela, cada vez más cerca hasta achicharrase?
En casa, no lo creo. Imposible. La mamá y el papá las desconocen. Ni en los episodios que convocan más furia espontánea, como cuando accidentalmente nos golpeamos la rodilla en el filo de la cama, nos quedamos las manos con alguna olla caliente o calculamos mal donde está la última grada para bajar y probamos la resistencia de los tobillos, apelamos a esos términos.
¿En la televisión? Complicado. Las películas de adultos están lejos de su alcance y las palabras más fuertes que se escuchan en sus dibujos animados es ‘tonto’. En diferentes contextos, claro. Cuando se lo dice dulcemente Pepa Pig a su papá cerdito no suena insultante, ni impertinente.
Todo apunta entonces -es mi sospecha al menos- a la escuela. Alguno de sus compañeritos que en la ingenuidad de sus escasos años entonan pomposos !puta madres! y juegan a que son adultos. Imposible saber de quién o de quiénes se tratan. Las ‘teachers’ nunca reconocerían nada que pueda poner en duda su tutela.
En un principio quise aplicar la psicología. Como persona racional, de la Academia que se respete, creí que ignorando cada palabra en casa lograría que se olvide de ‘chuchear’ a quienes pellizcan su cachete –cosa que odia- o a quienes lo besan sin su consentimiento. No funcionó.
No sé bien por qué pensé que si le colocaba ají en la lengua cada vez que pronunciará una mala palabra podría evitar la lírica aprendida. Hurgando en los recuerdos, lo asocié con un pasaje de mi infancia. De cuando el perro de la casa mordía la ropa y acababa con los zapatos de educación física de mi hermana Aracely. Mi mamá hizo eso: colocó ají en la ropa, para que entendiera que estaba mal su comportamiento. Tony nunca más volvió a cenar zapatos.
Pero el Mateo no es dálmata. Cuando le puse ají lloró con tal desesperación que a quien le picó el corazón fue a mí. A él se le pasó en unos minutos, con algunos sorbos de agua. A mí, en cambio, la culpa me perseguirá hasta que sea viejito, hable malas palabras y sea el Mateo quien me ponga ‘diablito’ en la lengua.
Fracasé otra vez. Las malas palabras no se fueron. Más bien ahora él las asocia a los momentos de ira. En un acto desesperado por sentirme menos inútil quise pensar en aquello que dijo Roberto Fontanarrosa (2004). ¿Quién define qué son malas palabras? ¿Por qué? Las palabras en sí no son buenas o malas. Son eso; palabras. Nada más.
Cada personas es quien mentalmente construye, asocia o establece, con base a sus experiencias, códigos, que la palabra puta significa furcia y no casta, inmaculada o virginal.
Claro, no puedo llevar el postulado de Fontanarrosa bajo el brazo cada vez que salga con el Mateo al parque, al centro comercial o a una fiesta… Y explicarle a cada aludido que mi hijo no dice malas palabras sino construcciones sociales que, de acuerdo a cada contexto, convocan significados mentales diversos que se reproducen en construcciones gramaticales cotidianas asociadas al vulgo.
Me resulta más práctico, aunque menos correcto, hacerme el ‘pendejo’ cuando lo escucho y evitar, por ahora, pedirle que me acompañe a la presentación de las credenciales de los nuevos diplomáticos. No vaya a ser que ‘putee’ al embajador de Donald Trump y desate un conflicto internacional.
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