El espaldar del sillón principal de la sala es alto; de 1,50 metros más o menos, demasiado elevado para jugar sin paracaídas. Asustaría al promedio de niños que rondan el año de edad, pero el Mateo no es cualquier niño.
Le gusta la altura, la adrenalina. No mide el riesgo y menos ahora que descubrió que puede desplazarse encorvado, aunque todavía con tímidos pasos. Tiene una afición especial por el sillón principal de la sala. Cuando lo ve, camina arrimándose de todos los objetos que encuentra cerca hasta el sofá.
Extiende los brazos como cuando quieren que lo carguen y se agarra fuertemente con sus manos de los cojines. Sube su rodilla hasta el filo y se impulsa haciendo esfuerzo. Al tercer o cuarto intento ya está sobre los cojines riéndose a carcajadas de sus primeros logros en escalada libre.
Normalmente ese es su límite. Mejor dicho era porque ese miércoles simplemente decidió ir más allá. Conquistó el brazo del sofá, luego escaló hasta el espaldar del sillón y desde esa cúspide aterrizó sin paracaídas. Fue cuestión de segundos.
Cuando su madre fue en auxilio ya nada se podía hacer. Estaba sentado sobre la cerámica, bañado en lágrimas, lesionado, con las marcas del porrazo en la frente y la nariz. Cuando me lo contaron por teléfono me lo imaginé con todo el rostro morado, hinchado, como cuando se sale del quirófano luego de una cirugía en de nariz.
Ni siquiera apagué la computadora del trabajo. Salí asustado, viendo el reloj -eran como las 15:00-. Avancé pronto en el carro, contando los segundos de la luz roja de los semáforos que siempre resultan impertinentes. Por suerte nos separaban solo unos 15 minutos de recorrido.
Fue un alivio ver que no tenía, como pensaba, el rostro empapado de sangre o la nariz desviada. Ya no estaba llorando, la mamá se había encargado de calmarlo con besos. Pero nos preocupaba lo que no se veía. El Mateo tenía sueño y en casos de golpes ya nos habían advertido que no se puede dejar que duerman. Se pueden presentar daños neurológicos.
Fuimos al centro de salud donde tiene su historia clínica. Serían unos 20 minutos de recorrido. Entonces, alcanzamos a distinguir el área de emergencias, donde dos amables enfermeras esperaban por algún caso que les borre la cara de aburrimiento.
Vieron a mi Mateo, lo revisaron y cuando se aseguraron que no se trataba de una emergencia mayor comenzó el interrogatorio al papá. Había que descartar que se trate de violencia intrafamiliar ¡Imagínense¡
Luego vino la reprimenda de ocasión por llevarlo a ese centro de salud y no al más cercano a la casa. No sabíamos, le dije, pero no las convenció. Vinieron minutos interminables de jaleo para dejar claro que éramos unos irresponsables, hasta que el médico de turno pueda verlo y confirmar que no había peligro. Todo estaba bien, salvo las marcas en el rostro que se le quitarían en un par de días.
Vi entonces cómo el color de pronto volvió al rostro de la mamá. Ya no estaba pálida, respiró más aliviada. El Mateo se durmió hasta regresar a la casa. Luego, apenas abrió los ojos, volvió al sillón principal de la sala.
¡No Mateo!, le advertimos ¡Cae Pum!.
No nos escuchó…